“…Hay muchísimos lugares a los que me gustaría ir
Pero no encuentro la llave que abre mi puerta.
Tú ya no puedes sentir el peso de mis palabras.”
Kings of Convenience – The weight of my words
EL PESO DE LAS PALABRAS (Joan Ladré - "Relatos y otros saltos mortales.")
Sonó el teléfono una, dos veces, y contestó. No había contado
con aquel inesperado contratiempo. Tampoco es que fuera nada extraordinario, ya
que era habitual que le pidieran este tipo de reuniones. Pero, equivocadamente,
había echado cuenta de que era viernes y la solicitud le había cogido
completamente desprevenido. El caso es que no podía negarse. O sí podría
hacerlo, pero en su caso no era lo más conveniente. Toda vez que su incidente
estaba todavía en boca de toda la comunidad universitaria, correspondía seguir
siendo prudente y transmitir sensación de normalidad. No sólo hay que ser
bueno, también hay que parecerlo: consigna de su padre que, por lo visto, no
siempre había conseguido seguir al pie de la letra. Por lo que al final debería
retrasar un poco la salida. Sólo un poco. Tampoco era demasiado grave. De hecho
confiaba en no tener que dejarla para el día siguiente. Si, como esperaba, lo que
la muchacha le iba a plantear era un simple cambio de enfoque, sabría cómo
resolverlo: fingiría prestar atención asintiendo levemente y con semblante disgustado;
simularía desconfianza con un par de preguntas obvias que, a su vez, darían pie
a que ella se luciese con consabidos argumentos; para acabar finalmente dando a
entender que le parecía muy arriesgado… pero que, teniendo en cuenta su bagaje
académico, confiaría a su buen juicio cualquier cambio de perspectiva. De esta
manera se libraría de ella en un visto y no visto sin tener que aguantar
demasiadas tonterías y, de paso, dejaría caer sobre conciencia ajena todo el
peso de un eventual fracaso. Así que cuando por el pasillo apareció la alumna y
le adelantó que tenía una idea sobre cómo reenfocar su tesis sobre Valle
Inclán, respiró aliviado y le indicó con gesto ceñudo que entrase en su
despacho mientras mentalmente calculaba que alrededor de las seis de la tarde
ya habría llegado a Lascuarre.
De su pueblo natal conservaba memorias difusas. No había
regresado allí desde el lluvioso día de marzo en que su padre y él, al amparo
de un paraguas oscuro, esperaron el autobús con destino a Barcelona. Tenía
entonces dieciséis años y los ojos aún llorosos por la muerte de su madre. Su padre,
como toda una generación, escapaba en busca de trabajo a la ciudad condal. Huía
también de los espectros y los espacios vacíos. Para él, un adolescente del
rural, la idea de una nueva vida en la urbe y, sobre todo, la posibilidad que se
le abría de estudiar en la universidad ahogaban a duras penas el hueco desmedido
que había dejado su madre. No fue decisión suya: La vida había decidido por él
que debía empezar de cero. Y como antídoto contra la capitulación aplicó la
desmemoria. Interceptando el paso a la añoranza mediante el olvido y esforzándose
por no ser un lastre para su padre, que a su manera trataba de salir a flote de
sus propios naufragios. Becado, trabajando cuando surgía algo y trasnochando
cuando se acercaban exámenes fue cumpliendo uno de los pocos sueños que había
conservado de aquellos años, estudiar literatura. Los años transcurrieron
rápidos: Se licenció, se enamoró, se doctoró, consiguió plaza como profesor
ayudante, se casó, vinieron los niños, tres años de dicha, un puesto como
profesor titular, una publicación fracasada, incomprensión, dos años de miseria
matrimonial, hastío, separación, la muerte de su padre, un divorcio
mortificante, un prolongado tratamiento con antidepresivos y, después o
simultáneamente, ya no lo recordaba, la
bebida. Una noche despertó en medio de efluvios de alcohol y envuelto en sus
propios vómitos gritando que no sabía quién era. Tambaleante, se dirigió a la
Universidad donde se dedicó a destrozar todo lo que encontró de camino a su
despacho. Allí tiró libros de las estanterías, arrancó cuadros de las paredes, destrozó
ordenadores… lo encontraron en el suelo, dormido, semidesnudo, bajo una colosal
pintada sobre la pared: “¡Que os follen, Góngoras y Quevedos de mierda!”. Por
suerte se encontró con la comprensión de sus compañeros y cierta indulgencia
del equipo decanal que sin mucho éxito intentó que el incidente no trascendiese.
Se le recomendó que cuidase el tema de la bebida si quería conservar el puesto.
No era fácil pero estaba en ello.
Habían transcurrido varias semanas desde aquel suceso cuando
recibió el insospechado mail del ayuntamiento de Lascuarre: Como seguramente
sabría, la ferieta de abril estaba al caer y se había organizado – se hacía
todos los años- una semana cultural. Alguien había sugerido al alcalde, no
indicaba quién, que quizá a él, teniendo en cuenta donde había nacido, podría
interesarle participar de alguna manera. Les parecía que una de las mesas de
debate que organizaban el jueves veintiuno sería perfecta. Aunque, por supuesto,
eran conscientes de que un hombre con su responsabilidad tendría muchas obligaciones
y por tanto se entendería perfectamente una negativa por su parte. En cualquier
caso, aprovechaban la ocasión para saludarle afectuosamente… Redactó acto
seguido un correo en el que amablemente agradecía el ofrecimiento pero, con mentira
protocolaria, lamentó comunicarles que ciertos asuntos académicos que no
admitían aplazamiento lo tendrían ocupado en Barcelona durante aquellas fechas.
No supo definir la contradictoria sensación que le produjo el que después de
cuarenta años pudiese haber alguien que todavía lo vinculase al pueblo. Y
quizás fue eso lo que hizo que durante los días siguientes se sorprendiera una
y otra vez dándole vueltas al asunto: Cómo era posible que todavía se celebrase
la pequeña fireta, una de esas extrañas fiestas locales abocadas a desaparecer.
Era sorprendente que no lo hubiese hecho ya. Una aldea como aquella, ¿qué
tendría... doscientos?, ¿trescientos habitantes?... ¡una semana cultural! Y,
sin embargo, que él recordase se celebraba desde siempre. Se organizaban charlas,
certámenes y eventos culturales de todo tipo ¿había sido siempre así realmente?
¿O es que al rememorar algo que había vivido de niño lo magnificaba ahora?
Pero... ¿Cuántos poemas habría presentado a aquellos concursos? ¿Cuántos
relatos redactados con el brillante ingenio de un adolescente? Y siguiendo ese
hilo de manera abstraída su memoria acabó por posarse en Dña. Dalia y
recapacitó sobre lo mucho que había influído en él. En que su gusto por lo
literario había nacido precisamente con ella. En que con ella escribir siempre
había sido una diversión. Un simple entretenimiento en el que las palabras eran
las infinitas fichas de un juego de mesa apasionante. Con
ella aprender las figuras literarias había significado comprender la estructura
misma, el material con el que se construye la belleza... La profesora Dalia... Doña Anástrofe… Una mañana se levantó y,
todavía somnoliento pero consciente, redactó un nuevo correo en el que,
mintiendo nuevamente, comunicaba que inesperadamente se habían anulado los
asuntos que le impedían asistir y que, si todavía existía interés en contar con
su presencia, estaría encantado en tomar parte de la manera que considerasen
más apropiada.
Tal y como había previsto, no precisó de mucho tiempo para
despachar a la alumna. Por suerte, era una muchacha si no brillante sí al menos
diligente y su propósito de centrarse únicamente en los discursos escritos del
insigne D. Ramón María no le pareció para nada descabellado. De esa manera pudo
emprender enseguida el viaje y a las seis en punto de la tarde se encontraba a
la puerta del hotel en el que el consistorio había tenido la cortesía de
alojarlo. No era más que un pequeño hostal en una calle empedrada aledaña a la
plaza mayor, adonde no tardó en acudir el propio alcalde para ofrecerle la
bienvenida. El regidor era un muchacho joven y elegante que acudía acompañado
de su esposa, en cuyos rasgos creyó ver cierta familiaridad. Después de formales
saludos, sonrisas e intercambios de anécdotas sobre los cambios que había sufrido
el entorno, le aclararon que la feria no se había celebrado durante muchos años
y que precisamente ahora lo que trataban era de resucitarla. Le agradecían
enormemente su presencia. Lo habían localizado por casualidad, ya que no
quedaba allí ningún miembro de su familia, y a él no se le recordaba. Sin
embargo, en su búsqueda de documentación sobre las antiguas ferias, surgió su
nombre. A juzgar por el libro que habían encontrado, no había recogido el
premio de uno de los concursos. Posiblemente, no, con total seguridad, se
trataba del mismo año en que se había
ido de Lascuarre. Como aparecía su nombre completo no había sido muy difícil localizarlo,
una simple búsqueda en internet les había proporcionado su correo electrónico y
al comprobar que se trataba de un profesor universitario de literatura
decidieron tirarse de cabeza al río y cursaron la invitación.
Ella le entregó el libro.
Con cuarenta y dos años de retraso recogió el amarillento
volumen que la mujer le ofrecía y notó como una agradable sacudida eléctrica le
erizaba la piel. Se trataba de un breve librillo de poemas de García Lorca. En
su interior: una dedicatoria. – Dña. Dalia- murmuró.
-Mi abuela- Contestó la joven.
La miró y reconoció los rasgos que antes le habían resultado
familiares. Los mismos labios carnosos, la misma mirada inquieta. Se emocionó.
-Tu abuela era una persona excepcional y significó mucho para
mi.
-Mi abuela es un ser excepcional, sin duda.
No podía ser. No se le había pasado por la cabeza esa
posiblidad. Él era un niño cuando se vieron por última vez y ella qué tenía
entonces… ¿cincuenta y cinco?, ¿sesenta?. Hizo un cálculo rápido. Tendría que
rondar los cien años. Su nieta le confirmó que eran noventa y ocho y que,
efectivamente, estaba viva. Aunque estaba bien de salud, hacía ya muchos años que
había perdido la razón. Le explicó que hubo un tiempo, no mucho después de
marcharse él a Barcelona, en que escasearon los niños en el pueblo. Tuvieron
que cerrar la escuela y a los pocos alumnos que había los dirigieron a
Benabarre. La abuela se marchitó. A los dos años ya no era ella.
Le preguntaron si le gustaría volver a verla. Su expresión
hizo innecesaria una respuesta. Así que, charloteando entre el eco de las
calles empedradas, se dirigieron a la casa donde Dña. Dalia vivía al cuidado de
una hija. Entraron en la casa y lo llevaron a un saloncito donde pudo ver a la
vieja, enjuta, consumida, dormitando en una silla. La nieta le habló al oído y la
abuela incorporó la cabeza. Los ojos de Dña. Dalia aterrizaron en los suyos sin
mostrar ningún signo de discernimiento. A él lo invadió la congoja: Aquellos ojos.
Sintió que desde la ignota oscuridad que se escondía tras aquellas pupilas le
llegaba la desolación pura. Una desolación extenuada y sosegada, madurada por
el transcurso del tiempo y por la resignación ante derrotas inclementes. Aturdido
por la opacidad que se escondía detrás de aquellos diminutos círculos que un
día habían sido claros como el cielo, pudo reconocer su propia desesperación. Sobre
su retina se vio reflejado, niño, adolescente, con la ilusión repleta, jugando
a juntar palabras preocupado únicamente por alcanzar la belleza. Se vio a si
mismo y vio a la profesora, inventándose motes y compartiendo una pasión que,
entonces no lo sabía, era sempiterna y eso le hizo comprender hasta que punto
sus frustraciones propias compartían una misma naturaleza con la desolación que
irradiaba de aquellos ojos inertes.
Entonces se acercó a la vieja y la abrazó. Y mientras lo
hacía supo que a quién abrazaba era a sí mismo, ofreciéndose un consuelo del que
conscientemente había estado escapando a lo largo de tantos años. Se mantuvo de
esta manera durante varios minutos hasta que, de repente, sitiendo vergüenza por
aquel brote de autocompasión y ocultando sin mucho éxito la impresión que le
había causado el encuentro se desasió con suavidad de la anciana e informó a
sus anfitriones de que le gustaría volver al hotel. Estaba un poco cansado y le
gustaría acostarse pronto para estar fresco al día siguiente.
De
regreso al hotel no encontró fuerzas para quedarse a solas en la habitación,
así que bajó al pequeño café de la planta inferior. Un par de paisanos tomaban
la penúltima copa acodados sobre la barra. En la televisión, a la que nadie
prestaba la más mínima atención, un miembro del gobierno balbucía incoherentes
explicaciones sobre un sonado caso de corrupción política. Se sentó a una mesa
y abrió su portátil. Miró hacia afuera. Dos mujeres apuraban el paso por la adoquinada
Calle Canal. El viento del Moncayo, al atravesar el Cubert de Pelaire, silbó la
misma monótona melodía que cuarenta años atrás.
Con delicadeza abrió el libro que hacía cuatro décadas había merecido y
volvió a leer la dedicatoria: “Queridísimo
Lítotes, eterno domador de palabras: nunca se deje arrastrar por las tinieblas
de la amargura. Fabrique un nuevo motivo para la alegría en la ilimitada
desolación a la que pretenden abocarnos. Anástrofe”
Declinó
con una sonrisa el gin tonic que le ofrecía uno de los paisanos. Sus dedos
temblaron durante unos segundos sobre el teclado, cogió un poco de aire y, con
la conciencia perdida en los recovecos más improbables de su memoria, comenzó a
escribir.