28 de octubre de 2013

El Peso de las Palabras


 
“…Hay muchísimos lugares a los que me gustaría ir
Pero no encuentro la llave que abre mi puerta.
Tú ya no puedes sentir el peso de mis palabras.”
Kings of Convenience – The weight of my words
 
EL PESO DE LAS PALABRAS (Joan Ladré - "Relatos y otros saltos mortales.")
 
Sonó el teléfono una, dos veces, y contestó. No había contado con aquel inesperado contratiempo. Tampoco es que fuera nada extraordinario, ya que era habitual que le pidieran este tipo de reuniones. Pero, equivocadamente, había echado cuenta de que era viernes y la solicitud le había cogido completamente desprevenido. El caso es que no podía negarse. O sí podría hacerlo, pero en su caso no era lo más conveniente. Toda vez que su incidente estaba todavía en boca de toda la comunidad universitaria, correspondía seguir siendo prudente y transmitir sensación de normalidad. No sólo hay que ser bueno, también hay que parecerlo: consigna de su padre que, por lo visto, no siempre había conseguido seguir al pie de la letra. Por lo que al final debería retrasar un poco la salida. Sólo un poco. Tampoco era demasiado grave. De hecho confiaba en no tener que dejarla para el día siguiente. Si, como esperaba, lo que la muchacha le iba a plantear era un simple cambio de enfoque, sabría cómo resolverlo: fingiría prestar atención asintiendo levemente y con semblante disgustado; simularía desconfianza con un par de preguntas obvias que, a su vez, darían pie a que ella se luciese con consabidos argumentos; para acabar finalmente dando a entender que le parecía muy arriesgado… pero que, teniendo en cuenta su bagaje académico, confiaría a su buen juicio cualquier cambio de perspectiva. De esta manera se libraría de ella en un visto y no visto sin tener que aguantar demasiadas tonterías y, de paso, dejaría caer sobre conciencia ajena todo el peso de un eventual fracaso. Así que cuando por el pasillo apareció la alumna y le adelantó que tenía una idea sobre cómo reenfocar su tesis sobre Valle Inclán, respiró aliviado y le indicó con gesto ceñudo que entrase en su despacho mientras mentalmente calculaba que alrededor de las seis de la tarde ya habría llegado a Lascuarre.
 
De su pueblo natal conservaba memorias difusas. No había regresado allí desde el lluvioso día de marzo en que su padre y él, al amparo de un paraguas oscuro, esperaron el autobús con destino a Barcelona. Tenía entonces dieciséis años y los ojos aún llorosos por la muerte de su madre. Su padre, como toda una generación, escapaba en busca de trabajo a la ciudad condal. Huía también de los espectros y los espacios vacíos. Para él, un adolescente del rural, la idea de una nueva vida en la urbe y, sobre todo, la posibilidad que se le abría de estudiar en la universidad ahogaban a duras penas el hueco desmedido que había dejado su madre. No fue decisión suya: La vida había decidido por él que debía empezar de cero. Y como antídoto contra la capitulación aplicó la desmemoria. Interceptando el paso a la añoranza mediante el olvido y esforzándose por no ser un lastre para su padre, que a su manera trataba de salir a flote de sus propios naufragios. Becado, trabajando cuando surgía algo y trasnochando cuando se acercaban exámenes fue cumpliendo uno de los pocos sueños que había conservado de aquellos años, estudiar literatura. Los años transcurrieron rápidos: Se licenció, se enamoró, se doctoró, consiguió plaza como profesor ayudante, se casó, vinieron los niños, tres años de dicha, un puesto como profesor titular, una publicación fracasada, incomprensión, dos años de miseria matrimonial, hastío, separación, la muerte de su padre, un divorcio mortificante, un prolongado tratamiento con antidepresivos y, después o simultáneamente,  ya no lo recordaba, la bebida. Una noche despertó en medio de efluvios de alcohol y envuelto en sus propios vómitos gritando que no sabía quién era. Tambaleante, se dirigió a la Universidad donde se dedicó a destrozar todo lo que encontró de camino a su despacho. Allí tiró libros de las estanterías, arrancó cuadros de las paredes, destrozó ordenadores… lo encontraron en el suelo, dormido, semidesnudo, bajo una colosal pintada sobre la pared: “¡Que os follen, Góngoras y Quevedos de mierda!”. Por suerte se encontró con la comprensión de sus compañeros y cierta indulgencia del equipo decanal que sin mucho éxito intentó que el incidente no trascendiese. Se le recomendó que cuidase el tema de la bebida si quería conservar el puesto. No era fácil pero estaba en ello.
 
Habían transcurrido varias semanas desde aquel suceso cuando recibió el insospechado mail del ayuntamiento de Lascuarre: Como seguramente sabría, la ferieta de abril estaba al caer y se había organizado – se hacía todos los años- una semana cultural. Alguien había sugerido al alcalde, no indicaba quién, que quizá a él, teniendo en cuenta donde había nacido, podría interesarle participar de alguna manera. Les parecía que una de las mesas de debate que organizaban el jueves veintiuno sería perfecta. Aunque, por supuesto, eran conscientes de que un hombre con su responsabilidad tendría muchas obligaciones y por tanto se entendería perfectamente una negativa por su parte. En cualquier caso, aprovechaban la ocasión para saludarle afectuosamente… Redactó acto seguido un correo en el que amablemente agradecía el ofrecimiento pero, con mentira protocolaria, lamentó comunicarles que ciertos asuntos académicos que no admitían aplazamiento lo tendrían ocupado en Barcelona durante aquellas fechas. No supo definir la contradictoria sensación que le produjo el que después de cuarenta años pudiese haber alguien que todavía lo vinculase al pueblo. Y quizás fue eso lo que hizo que durante los días siguientes se sorprendiera una y otra vez dándole vueltas al asunto: Cómo era posible que todavía se celebrase la pequeña fireta, una de esas extrañas fiestas locales abocadas a desaparecer. Era sorprendente que no lo hubiese hecho ya. Una aldea como aquella, ¿qué tendría... doscientos?, ¿trescientos habitantes?... ¡una semana cultural! Y, sin embargo, que él recordase se celebraba desde siempre. Se organizaban charlas, certámenes y eventos culturales de todo tipo ¿había sido siempre así realmente? ¿O es que al rememorar algo que había vivido de niño lo magnificaba ahora? Pero... ¿Cuántos poemas habría presentado a aquellos concursos? ¿Cuántos relatos redactados con el brillante ingenio de un adolescente? Y siguiendo ese hilo de manera abstraída su memoria acabó por posarse en Dña. Dalia y recapacitó sobre lo mucho que había influído en él. En que su gusto por lo literario había nacido precisamente con ella. En que con ella escribir siempre había sido una diversión. Un simple entretenimiento en el que las palabras eran las infinitas fichas de un juego de mesa apasionante. Con ella aprender las figuras literarias había significado comprender la estructura misma, el material con el que se construye la belleza... La profesora Dalia... Doña Anástrofe… Una mañana se levantó y, todavía somnoliento pero consciente, redactó un nuevo correo en el que, mintiendo nuevamente, comunicaba que inesperadamente se habían anulado los asuntos que le impedían asistir y que, si todavía existía interés en contar con su presencia, estaría encantado en tomar parte de la manera que considerasen más apropiada.
 
Tal y como había previsto, no precisó de mucho tiempo para despachar a la alumna. Por suerte, era una muchacha si no brillante sí al menos diligente y su propósito de centrarse únicamente en los discursos escritos del insigne D. Ramón María no le pareció para nada descabellado. De esa manera pudo emprender enseguida el viaje y a las seis en punto de la tarde se encontraba a la puerta del hotel en el que el consistorio había tenido la cortesía de alojarlo. No era más que un pequeño hostal en una calle empedrada aledaña a la plaza mayor, adonde no tardó en acudir el propio alcalde para ofrecerle la bienvenida. El regidor era un muchacho joven y elegante que acudía acompañado de su esposa, en cuyos rasgos creyó ver cierta familiaridad. Después de formales saludos, sonrisas e intercambios de anécdotas sobre los cambios que había sufrido el entorno, le aclararon que la feria no se había celebrado durante muchos años y que precisamente ahora lo que trataban era de resucitarla. Le agradecían enormemente su presencia. Lo habían localizado por casualidad, ya que no quedaba allí ningún miembro de su familia, y a él no se le recordaba. Sin embargo, en su búsqueda de documentación sobre las antiguas ferias, surgió su nombre. A juzgar por el libro que habían encontrado, no había recogido el premio de uno de los concursos. Posiblemente, no, con total seguridad, se trataba del mismo año  en que se había ido de Lascuarre. Como aparecía su nombre completo no había sido muy difícil localizarlo, una simple búsqueda en internet les había proporcionado su correo electrónico y al comprobar que se trataba de un profesor universitario de literatura decidieron tirarse de cabeza al río y cursaron la invitación.
 
Ella le entregó el libro.
 
Con cuarenta y dos años de retraso recogió el amarillento volumen que la mujer le ofrecía y notó como una agradable sacudida eléctrica le erizaba la piel. Se trataba de un breve librillo de poemas de García Lorca. En su interior: una dedicatoria. – Dña. Dalia- murmuró.
 
-Mi abuela- Contestó la joven.
 
La miró y reconoció los rasgos que antes le habían resultado familiares. Los mismos labios carnosos, la misma mirada inquieta. Se emocionó.
 
-Tu abuela era una persona excepcional y significó mucho para mi.
 
-Mi abuela es un ser excepcional, sin duda.
 
No podía ser. No se le había pasado por la cabeza esa posiblidad. Él era un niño cuando se vieron por última vez y ella qué tenía entonces… ¿cincuenta y cinco?, ¿sesenta?. Hizo un cálculo rápido. Tendría que rondar los cien años. Su nieta le confirmó que eran noventa y ocho y que, efectivamente, estaba viva. Aunque estaba bien de salud, hacía ya muchos años que había perdido la razón. Le explicó que hubo un tiempo, no mucho después de marcharse él a Barcelona, en que escasearon los niños en el pueblo. Tuvieron que cerrar la escuela y a los pocos alumnos que había los dirigieron a Benabarre. La abuela se marchitó. A los dos años ya no era ella.
 
Le preguntaron si le gustaría volver a verla. Su expresión hizo innecesaria una respuesta. Así que, charloteando entre el eco de las calles empedradas, se dirigieron a la casa donde Dña. Dalia vivía al cuidado de una hija. Entraron en la casa y lo llevaron a un saloncito donde pudo ver a la vieja, enjuta, consumida, dormitando en una silla. La nieta le habló al oído y la abuela incorporó la cabeza. Los ojos de Dña. Dalia aterrizaron en los suyos sin mostrar ningún signo de discernimiento. A él lo invadió la congoja: Aquellos ojos. Sintió que desde la ignota oscuridad que se escondía tras aquellas pupilas le llegaba la desolación pura. Una desolación extenuada y sosegada, madurada por el transcurso del tiempo y por la resignación ante derrotas inclementes. Aturdido por la opacidad que se escondía detrás de aquellos diminutos círculos que un día habían sido claros como el cielo, pudo reconocer su propia desesperación. Sobre su retina se vio reflejado, niño, adolescente, con la ilusión repleta, jugando a juntar palabras preocupado únicamente por alcanzar la belleza. Se vio a si mismo y vio a la profesora, inventándose motes y compartiendo una pasión que, entonces no lo sabía, era sempiterna y eso le hizo comprender hasta que punto sus frustraciones propias compartían una misma naturaleza con la desolación que irradiaba de aquellos ojos inertes.
 
Entonces se acercó a la vieja y la abrazó. Y mientras lo hacía supo que a quién abrazaba era a sí mismo, ofreciéndose un consuelo del que conscientemente había estado escapando a lo largo de tantos años. Se mantuvo de esta manera durante varios minutos hasta que, de repente, sitiendo vergüenza por aquel brote de autocompasión y ocultando sin mucho éxito la impresión que le había causado el encuentro se desasió con suavidad de la anciana e informó a sus anfitriones de que le gustaría volver al hotel. Estaba un poco cansado y le gustaría acostarse pronto para estar fresco al día siguiente.
 
De regreso al hotel no encontró fuerzas para quedarse a solas en la habitación, así que bajó al pequeño café de la planta inferior. Un par de paisanos tomaban la penúltima copa acodados sobre la barra. En la televisión, a la que nadie prestaba la más mínima atención, un miembro del gobierno balbucía incoherentes explicaciones sobre un sonado caso de corrupción política. Se sentó a una mesa y abrió su portátil. Miró hacia afuera. Dos mujeres apuraban el paso por la adoquinada Calle Canal. El viento del Moncayo, al atravesar el Cubert de Pelaire, silbó la misma monótona melodía que cuarenta años atrás.  Con delicadeza abrió el libro que hacía cuatro décadas había merecido y volvió a leer la dedicatoria: “Queridísimo Lítotes, eterno domador de palabras: nunca se deje arrastrar por las tinieblas de la amargura. Fabrique un nuevo motivo para la alegría en la ilimitada desolación a la que pretenden abocarnos. Anástrofe”
Declinó con una sonrisa el gin tonic que le ofrecía uno de los paisanos. Sus dedos temblaron durante unos segundos sobre el teclado, cogió un poco de aire y, con la conciencia perdida en los recovecos más improbables de su memoria, comenzó a escribir.

22 de octubre de 2013

La Soledad del Partisano

Os encontraréis en algunos casos con que es recomendable leer los relatos hasta el final antes de ver las fotos. Este es uno de esos casos. Reservando la imagen para el final de la lectura conseguiréis disfrutar de uno y otra tal y como los autores pretendían. De otra manera no tendría mucho sentido. Es por esto que en vez de encontraros una foto aquí, lo que os hemos dejado es un enlace al final. Leed el relato con calma y disfrutad después de la fotografía.


Jana Older. - "La soledad del partisano y otros relatos que nadie quiso escribir"



… Después de un cierto tiempo, no más del que él había calculado, cesó el estruendo y pudo asomar la cabeza. Otra vez había logrado encontrar refugio. Lo peor, que nunca había sido demasiado difícil conseguirlo. Sopesaba si no sería mejor opción dejar que todo acabase de una vez. Un impacto. Uno sólo, ¡chop! y… au revoir, sayonara, en el infierno nos vemos. Hasta nunca, preocupaciones. Además, pronto llegaría el frío y de su mano una muerte inexorable. ¡Inexorable! Qué estúpida palabra… pero así sería, sin lugar a dudas: implacable, inapelable, inclemente, irrevocable… lo dicho, inexorable… Podría sobrevivir quizás a las primeras heladas nocturnas pero cómo resistir al severo frío de finales de noviembre. Necesitaría sangre además. Así que qué demonios, ¿acaso importaba algo ya? Y sin embargo, a pesar de todo, irracionalmente y llevado únicamente por el instinto, había volado a refugiarse, como siempre. Y como siempre, lo había hecho a tiempo. Sólo por eso, en vez de yacer ahora en un charco como les sucedía a otros, se encontraba allí: encorvado y aterido, mirando hacia el puente naranja, intentando descifrar de dónde salía la fuerza o el impulso que inevitablemente, una vez tras otra, le hacían poner el culo a salvo.
Si refugiarse no había sido difícil, cruzar el puente no iba a ser un juego de niños precisamente. Pero le parecía ridículo, después de todo lo sufrido, perder ahora la vida por pisar donde no debía. Un paso en falso y estaba acabado. Así que, sabiendo que le quedaban unos pocos minutos antes de que desde el cielo volviese el peligro, comenzó a dar las primeras y prudentes zancadas sobre el angosto puente anaranjado. Lentamente, con los pies fatigados por un esfuerzo al que no estaba acostumbrado, fue avanzando hacia la perspectiva de vivir unos pocos días más. A su cabeza, a medida que progresaba, comenzaron a acudir recuerdos de lo que había sido su corta existencia. Primero sólo fueron confusas evocaciones de momentos imprecisos de su infancia. Tenues sensaciones cargadas de un potente significado para él. En su cerebro revivió la fragancia a sangre caliente de su madre mientras cantaba para él y sus hermanos. Sus oídos volvieron a percibir el familiar zumbido de los primeros días de instrucción de vuelo con su padre. Con la figura de su padre los recuerdos se volvieron más minuciosos y precisos y a la vez más emotivos y atropellados. A borbotones rememoró campos con trigo, cielos con nubes, charcas con peces, ropa blanca colgada al sol, los tobillos carnosos de la Señora O’Donnell y las malas pulgas de su perro, el olor a hierba mojada, cerveza caliente y bronceador con aroma a caramelo, enormes moscas furibundas, fruta fresca en los fruteros, luces cegadoras en las ventanas del verano… Y entonces arreció la música en su cabeza y pudo evocar con toda claridad el día que escuchó por primera vez “The partisan” de Cohen. Fue en ese momento cuando empezó a canturrear...

 


...Llevaba ya media canción cuando se dio cuenta de que había llegado casi al final del puente. Seguía vivo. Y lo peor es que, como siempre, no había sido demasiado difícil conseguirlo. Continuó cantando: “... There were three of us this morning; I'm the only one this evening; But I must go on...”. Negras nubes anunciaban la inminencia de un nuevo chaparrón. De los ojos de Leonard empezaba a brotar una jugosa lágrima de mosquito.