Más que palabras

Lo que sigue es una recopilación de los artículos publicados en el diario digital Pontevedraviva en colaboración con Maruxía y bajo el título "Aquí va a haber más que palabras".


AQUÍ VA A HABER MÁS QUE PALABRAS

 
2. Matrix Évole. (1 de marzo de 2014)

Que la droguería Sarasola ocupaba antiguamente el bajo de mi edificio -la escombrera, ya saben- es algo que no descubrí hasta hace bien poco. Sebas, que es veterano, lo dejó caer un día en la escalera como quién no quiere la cosa. Supongo que en clave histórica el dato les parecerá irrelevante, pero para mí fue la pieza maestra que resolvió un misterio más inquietante si cabe -y cabe seguro- que el del mismísimo Claus Von Bülow (aquel que recordaba tanto a Jeremy Irons). Un quebradero de cabeza más que un misterio. Una chorrada, pensarán cuando se lo explique. Sí, pero quebradero al fin y al cabo. Uno se golpea la chola contra los muros que le apetece.

- Sirve aquí un gin-tonic, Sara.

El Bar Nuevo, La de Sara, se ubica ahora en este local. Su propietario, Goyo, es un joven lo suficientemente espabilado como para haber sabido aprovechar el aluvión de vecinos del comienzo de siglo (de éste, no del otro) montando en el establecimiento de la antigua droguería un garito como dios manda: con la inconfundible fragancia del engrudo de tinto y serrín. Irresistible: Si los de Brise estudiasen el efecto que provoca este rancio aroma en las pituitarias de nuestra generación, hace mucho que habrían puesto a la venta un frusfrís para taberneros -sawdust and wine, por ponernos mercadotécnicos-. Ciertamente arrollador. Aunque bien olido, es muy probable que ya exista. En definitiva: un BAR, y con eso ya saben a lo que me refiero. Como los de antes. Uno, a sus cuarenta y muchos, entra allí, cierra los ojos, respira profundo… y lo primero que le viene a la boca es "Papá, una mirinda y unas Risi".

Pero a lo que iba: que cuando Sebas pronunció el nombre de la antigua droguería, mis labios, después de una breve pero vertiginosa pirueta neuronal, exclamaron: ¡La de Sara! ¡Manda huevos: Sara-sola!

- Fai o favor, Sariña, póñenos unhas aseitunas ou algho, home.

Pues sí, señor, por muy Don Goyo que se llame el Señor Gregorio, o por muy vistoso que sea el cartel en Bernard MT Condensed Cursiva Negrita y color encarnado que cuelga sobre la puerta -Bar Nuevo-, todo el mundo conoce este garito como La de Sara y, en un metonímico contenido-por-continente, a la mujer de Goyo, cuyo nombre verdadero es Agripina, se la ha bautizado en el barrio -no parece ilógico ahora- con el mucho más sugerente de Sara. Sarita. Sariña, guapa. A ver quién es el escéptico que solicita el certificado de últimas voluntades del difunto Sr. Sarasola.

- Cóbrate aquí, Sarita, anda, guapa.- Misterio resuelto.

Así es que aquí se me van a mi muchas tardes de domingo. Digo muchas y no todas por evitar que puedan llegar a pensar de mí algo que no es. Y si digo tardes y no tarde-noches viene a ser más o menos por lo mismo. Que las uvas, si las dieran, me pillarían a mi comiendo cacahuetes. Ya saben que no dispongo yo de calefacción en mi cuadra; así que no me queda otra que tirar de la estufa del pobre: el Gin-Tonic (tal cual: con respetuosas mayúsculas). Si les parece un poco extravagante que la tache de cóctel de pobres, piensen que este endiosado mix que hoy en día camareros con dos doctorados por el Bulli tardan un cuarto de hora en alambicar hasta tu copa, era en mis tiempos -aquellos en los que "cardamomo" era un insulto- una pócima, no digo para menesterosos, pero sí, desde luego, bastante propia del populacho. No va a ser necesario que, para restarle glamour al brebaje, les recuerde que la tónica nació como un fármaco contra la malaria; los delicados gaznates británicos fueron los que necesitaron rebajarla con ginebra para hacerla masticable. Y no se me asusten, no fueron esos mis tiempos ni mi lugar: en el barrio del que yo vengo se podía encontrar de todo, pero la malaria precisamente cerca no quedaba. La tónica, sin embargo, era Schweppes y la anunciaba un tipo con gafas.

Es en estas domingueras tarde-noches de tónica y gin en la de Sara cuando me enfrento al simpático señor ése que sale en la tele y que antes se llamaba follonero. El de la sonrisa de pícaro colegial. Matrix. Es ver su imagen en pantalla y yo me pregunto: ¿qué hago? ¿lo veo? ¿no lo veo? Una duda existencial al estilo de la que plantea Morpheus. Saben a quién me refiero: el de la batamanta de cuero negro. ¿Pastilla azul o pastilla roja? Decide chaval: ¿Prefieres seguir viviendo en la ignorancia? ¿O tienes lo que hay que tener y te cuento toda la verdad? Acojona un poco, qué quieren que les diga. Exactamente lo mismo que le pasaba a Neo. Él ya intuía el engaño… pero aún así, la decisión no era fácil. Porque la verdad escuece. A uno le cuesta mucho más levantarse por las mañanas si tiene la constancia de que, a cada paso que da, le están haciendo un hijo de madera las eléctricas, las telefónicas, los banqueros, las farmacéuticas, los senadores, los alcaldes... en resumen, todo lo que se menea. Y como Neo, uno ya intuye que todo en esta España de chiste es una farsa, pero se espera al menos que la engañifa sea un poco más elaborada; o más difícil de desmontar cuando menos. Vamos, que yo veo las caras de imbéciles que les quedan a los que mandan cuando el chaval éste deja caer la preguntita con su sonrisa en plan "a mi no me la cuelas" y se me cae el alma al suelo: Si es que somos gilipollas. Lo malo es que en La de Sara eliges el supositorio rojo y la colleja de realidad te la llevas, pero nadie te enseña a dominar el efecto bala ni a saltar de un edificio a otro. Que hay que echarle narices, vamos.

Les confesaré una cosa: la broma del domingo pasado no coló. Cantó a las primeras de cambio y sólo una cosa me dejó mal cuerpo: que siga sin resolverse a cuento de qué exhibe Garci un Oscar sobre su chimenea.

Como me sucede cada domingo, no fue un paso fácil el de atreverme a escudriñar las entrañas de este Matrix patrio nuestro. Comprenderán que a mi las pastillitas azules no me hacen falta. No de momento. Pero tampoco vayan a pensarse ustedes que disfruto como un loco lanzándome a la piscina a pecho descubierto, porque, al fin y al cabo, esta realidad que nos han regalado, al igual que la tónica, resulta demasiado amarga como para no tener la tentación de rebajarla ligeramente. A la británica.

- Goyo, machiño, ponme aquí la penúltima.
 
 
 
 
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1. Cuesta Arriba. (21 de febrero de 2014)


- ¿En las próximas? Yo no voto. A ver si van a ganar los míos, y después... - Esto me lo dijo al paso y sin venir demasiado a cuento.

Afirmar que Sebas y yo somos amigos sería exagerarlo todo un poco. Nos conocemos más bien nada. Mucho menos, creo yo, de lo que deberíamos haber llegado a intimar después de todo este tiempo. Al fin y al cabo, malvivimos en la misma escalera y, me guste o no, fue su sonrisa tímida lo más parecido a una recepción con honores que pude disfrutar el día que aterricé en esta escombrera. Home sweet home y el inmundo apartamento en el que me recojo cada noche son expresiones que llevan peleando desde hace un par de años por llegar a significar lo mismo. ¿He dicho años? Siglos, más bien. En fin, que con lo que está diluviando (y no se ciñe este comentario a lo meteorológico), quejarse por carecer de calefacción, por poner un ejemplo, le parecerá a más de uno una frivolidad, valga la frivolidad. 

Pero no es de mi de quién quería hablarles hoy; me refería a Sebas. Y es cierto que recuerdo perfectamente su sonrisa de aquel primer día. Qué le vamos a hacer, la memoria es así de caprichosa; se reserva siempre el derecho de admisión sobre lo que guarda en sus alforjas sin atender a consideraciones. Es por ello que, sin un motivo aparente a priori, aquella tarde que llovían mares y mis zapatos embarrados dibujaron sus primeras huellas sobre los sobados azulejos del portal, no fui yo quién de retener mentalmente, por ejemplo, que bajo el sucio ventanal de la entreplanta yacía un raído y roído sofá de escay azul dormitando a la espera del sol (esa bola de helio candente de la que imagino guardarán memoria); ni llegué a fijarme tampoco en el rostro bovino que nos amenazaba desde un amarillento cartel, -fiestas de la Peregrina del año tres antes de crisis- y que el portero que nunca existió en el edificio había olvidado otra vez arrancar de la pared. No advertí tampoco la peste mohosa que lo invade todo y que a estas alturas ya ha llegado a convertirse en una inseparable compañía allá adonde quiera que vaya. Por no fijarme, admírense ustedes, no llegué a reparar siquiera en el extraordinario cactus -las señoras me perdonen: con aspecto un tanto fálico- que irrumpe a mi paso todas las mañanas, y al que los vecinos muestran una devoción que colinda con lo obsceno; no es esto más que una opinión. Pues, de eso nada: Lo único de esta pocilga que quedó impreso en mi recién llegada retina fue la sonrisa tímida de Sebas a los pies de la escalera. Y quizás -esto lo pienso ahora- es eso lo que he retenido, porque frente a la vergüenza que supone un desahucio, cualquier otra cosa hubiese significado un exceso. Una sonrisa bien estaba. Era la medida justa. Y siendo tímida todavía mejor: Un agradable punto de partida desde el que renacer y rehacer uno su vida. Entenderán ahora porqué, aunque es cierto que no he dejado de darles la paliza hablándoles de mi, a quién yo querría dedicar estas palabras en realidad es al bueno de Sebas. 

No me atrevería a apostar, pues no está mi economía para muchos azares más, cuáles son las inclinaciones políticas de este maduro albañil en paro que se ha cruzado en mi existencia. Pero me figuro que, al igual que nos sucede a muchos, sin acabar de mojarse por ningún partido de manera incondicional, tendrá más querencia por la flora que por la fauna.Supongo que entienden lo que quiero decir sin necesidad de que mencione a las gaviotas. ¿todavía no? Ahora sí; ya lo entienden. Bueno, pues eso es lo que yo creo. Pero, siendo sinceros, no pondría la mano en el fuego por ello tampoco; la gente engaña mucho en estos asuntos y la política no ha sido precisamente un tema habitual de conversación entre nosotros dos. Si es que ha llegado a haber en algún momento entre él y yo algo que pudiera llamarse conversación en un sentido estricto. O si hubiese existido un tema habitual sobre el que mantenerla, que esa es otra. Digamos que simplemente hemos intercambiado un par de frases inconexas y ocasionales cada vez que la escalera nos ha cruzado al ir o venir de acá para allá, que nunca es a algún sitio demasiado importante ni con una urgencia demasiado acusada.

- ¡Qué va! ¡Qué va! yo en las próximas no voto, a ver si van a ganar...

No puedo decir que no entienda en esto a Sebas, ya que también me tocó a mi pasar la fase de autoinculpación. Aunque supongo que, en mayor o menor medida, de este virus ninguno de ustedes se habrá librado, salvo que no hayan sido nunca médicos, parados, enfermos, jóvenes, profesores, funcionarios, jubilados, hipotecados, cincuentones, no sé… españoles. O es que no han sufrido ustedes la tan manida resaca de haber existido por encima de sus posibilidades; o acaso no se han equivocado terriblemente y dado su voto en alguna ocasión a aquellos que los que hoy gobiernan acusan de habernos metido en el fango. En serio, no me digan que no han tenido nunca la desagradable sensación de que al escuchar la palabra crisis le señalaban a usted con el dedo los mismos que ahora lucen pecho para decir que nos están sacando de ella. Muy entretenidos nos han tenido estos años: el panadero culpando al funcionario, el funcionario al jubilado, el jubilado al parado, el parado al enfermo… y, pasado el tiempo, los mediocres acabarán por irse de rositas sin que nadie se haya atrevido a montarles un cristo como el que realmente se merecen. Estos de ahora, al igual que los de antes, han sabido siempre demasiado como para no encontrar una manera de eludir responsabilidades y echar la mierda encima a los demás. La diferencia está en que ahora el mensaje es: Tú eres culpable, cállate o te echo a los perros. Una mordaza infalible. Una auténtica lástima.

Sebas tenía cincuenta y seis años cuando se fue al paro y supo que le habían birlado el futuro. Ahora, cuando oye decir que ya estamos tocando fondo, él sonríe con timidez, como siempre ha hecho. Para tocar fondo hay que ir hacia abajo. Y él durante todo este tiempo no ha hecho otra cosa que subir la empinada cuesta de una crisis inventada por otros. Una cuesta arriba de la que sabe que ni él ni muchos miles de españoles llegarán a ver el final jamás.

Maruxía Fotografía ©



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