27 de enero de 2014

Para siempre







Leo Randja - De la amistad y el Odio


Para siempre



- …La medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos. A los amigos me refiero, claro. Me sigues, ¿no? Hablo de eso de que quien tiene un amigo tiene un tesoro. La frasecita que todo el mundo conoce. En eso estamos de acuerdo, creo yo; en que es conocida por todos, digo. Bueno, pues fíjate que no es una sentencia a la que yo me aferre de manera categórica. Y no es que sea yo un cínico, no creas, pero lo que tampoco quiero es que nadie me tome por un incauto. Eso nunca. Porque amigos los hay de muchos tipos. Siempre que tomemos la palabra en un sentido amplio, eso de entrada. Y, mira, no tengo yo ahora el cuerpo con ánimos de jerarquizarlos, estratificarlos o categorizarlos. Nunca ha sido esa la naturaleza de mi carácter. Quiero decir con esto que no me gusta reducir al absurdo a las personas. No a todas, al menos. Me parece impropio, y más si es en relación a estos temas tan delicados. La amistad –creo yo- es uno de los conceptos más quebradizos que existen. Por eso me cuido yo de cuidar las mías. Valga la redundancia. Pero, claro, tú eso ya lo sabes, puesto que eres mi amigo. Desde luego, es bien cierto que, si nos faltasen escrúpulos o anduviésemos escasitos de pudor, podríamos llegar a elaborar una escala. Una gradación, no sé si me entiendes. ¿Me entiendes? Claro que sí, ¿no? Yo sé de quién la haría bien a gusto –si no la ha hecho ya-. Poniendo nombres, incluso. Bonito no es, desde luego. Ni para ir enseñándola orgulloso por ahí; pero podría llegar a serte útil, no vayas a creer. Hombre, tampoco quiero que pienses ahora que te cuento esto con el ánimo de hacerme el interesante, o para dar pie a que me insistas en cuáles serían las categorías que yo establecería. Para nada. Pero vamos, que si realmente te interesa... ¿te lo explico? A ver, qué te digo yo, por ejemplo, tú imagina un papel en blanco; lo tienes, ¿no? Bien, trazaríamos entonces –intenta hacerlo mentalmente- una línea horizontal en el margen superior: “Amigos del alma”. Subrayamos. Yo lo escribiría en color rojo… No, en dorado mejor: llamativo pero solemne; nos gusta que resalten pero también queremos tratarlos con el respeto que merecen. Bajo esta línea escribes los nombres de las personas que consideras dignas de tal calificativo. Ojo, uno o dos nombres es suficiente ahí. Tres sería admisible, pero poco aconsejable. A partir de cuatro quedaría patente que no has entendido el concepto. ¿Por qué no lo has comprendido? Respóndeme antes a esto: ¿Qué es un amigo del alma?, ¿Cuántos amigos caben en un alma? ¿Qué es el alma? No me mires así; Pueden parecer absurdas, pero no es nada fácil dar respuesta a estas cuestiones, porque, para ello, antes deberíamos haber alcanzado a comprender cuál es la auténtica naturaleza de las relaciones entre humanos. No de todas. Quiero decir: no de todos los tipos. Porque hay muchas clases de relaciones humanas. ¿Muchas, muchas? No, vale, ahí exagero, es cierto. Concretamente -y que conste que, para mi gusto, estoy sintetizándolo todo demasiado- digamos que existen cuatro clases de relaciones entre las personas. Por razones obvias, no escucharás de mi boca en toda tu vida una expresión tan poco apropiada como "personas humanas". Eso jamás; "relaciones entre las personas", o "relaciones personales" si lo prefieres. Si algo me revienta son las redundancias repetitivas e innecesarias. Y repetitivas. Bueno, a lo que iba: Podríamos decir, entonces, que en el primer lugar de los tipos de relaciones personales se situarían las sentimentales. Pero, ¿y por qué en primer lugar? Pues, verás, las coloco yo ahí por ser las más intensas. De eso creo que no cabe duda. Intensas y apasionadas. Cuando lo son; que no siempre. Porque tampoco es raro que dejen de serlo. Lo que no es descabellado es cuestionarse el porqué de situarlas de primeras, porque -y ahí le duele-, ¿son acaso las más necesarias? Ah, pues qué quieres que te diga yo. Si alguien me pidiera una opinión analítica –y no se me ocurre quién podría pedirlo-, sostendría yo que no. Sí, sí, he dicho que no. Que no son las más necesarias. ¿Que me ganaría algún enemigo –o enemiga, más bien-?, eso es seguro. Pero, en fin, todos sabemos de quién ha vivido toda su vida sin practicar este tipo de concomitancia. Y felices que han sido. No digo yo que todos, pero sí algunos, al menos. O eso se han empeñado en contarnos a los adictos. En definitiva, que la complejidad de este tipo de relaciones queda lejos del alcance de nuestra charla y también, eso no me lo puedes negar, del entendimiento de cualquiera con dos dedos de frente. O del sexo masculino, que no quiero yo decir con esto que tenga una cosa que ver con la otra. En fin... La particularidad del segundo tipo de relaciones, las familiares, no es que sean necesarias -que lo son, obviamente: Una madre es una madre. Y sin ellas, ya me dirás tú... - sino que su sino es ser obligatorias. ¿Mala cosa? No "per se". Latín no dominas, ¿no? Vamos, que no es una mala cosa "en si misma"; eso es lo que significa el latinajo. Pero sí, es innegable, que esa perentoriedad viene a colocarnos en una situación bastante delicada: Estamos destinados a lidiar con ellas. Nos es forzoso. Preceptivo. Ineludible. En suma: imperativo. Por narices, vamos. Y además de por vida, lo cual es peor. No cabe decir: me tienes harto, ya no eres mi primo. A ver, no cabe, no cabe… poder, puede decirse. Más de uno lo habrá hecho ya, seguro. Dependerá mucho de los primos que te hayan tocado en suerte, que yo a los tuyos no tengo el gusto. Pero aún así, por muy alto y claro que llegues a pronunciarlo, seguirá siendo el hijo de tus tíos por siempre jamás y, qué te digo yo… que podrás evitar las reuniones familiares o rehusar asistir a las bodas, pero ¿dejará por ello de ser el sobrino de tus padres –y por ende, tu primo-? Rotundamente no. Las relaciones familiares son obligatorias y -hazme caso- ya sean satisfactorias o perniciosas, lo que es seguro es que no son perecederas. Hombre, también es cierto que hay que distinguir entre afinidad y consanguinidad. Vamos, entre la familia-familia-como-dios-manda y la familia política. Porque no irás tú a decirme que son lo mismo. O parecido. Que te digo yo que hay quién lo confunde, que en el mundo hay de todo. Y no seré yo quién se emperre en argumentar que no pueda uno llegar a llevarse mejor con su cuñado que con su primo. Podría darse el caso, sí. ¿Difícil es? vale ¿muy complicado? sí, señor. ¿Pero posible? Desde luego. Ahora, usemos la imaginación: si eso sucediera y no fuera fingimiento -la sospecha siempre flotará en el aire- será porque la relación ha trascendido lo familiar y se ha convertido en amistad. Con lo cual, su análisis llegará más tarde: con la cuarta categoría. Que es la que nos interesa y en la que me centraré con un poquito más de detenimiento. Pero antes nos queda el último tipo: las relaciones laborales. Y aquí, mira... aquí sí que la cosa es difícil. Porque este tipo de relaciones son cuasi-obligatorias, cuasi-imperecederas -Dios me oiga- y por encima hay que tratarlas durante cuasi cuarenta horas semanales -y digo "cuasi" porque al café salimos todos-. Y dile tú “ya no eres mi compañero de trabajo”. De la risa se muere el tipo. Y es que tiene su enjundia el asunto. Si dispusiéramos de tiempo suficiente –que no es el caso- me atrevería a extenderme sobre las diferencias que implica el que se produzcan en sentido vertical u horizontal. Para que me entiendas: que no es lo mismo torear a un jefe o un subordinado que a un colega. Más claro agua. Pero, escucha, no quiero darte más la paliza con esto; que bastante te la he dado ya. Tú aguanta un rato que ya vamos entrando en materia. Te decía yo que no sabrías responderme a la cuestión de qué es un amigo del alma porque para ello deberíamos haber alcanzado a comprender antes cuál es la auténtica naturaleza de las relaciones entre humanos. Cierto. Manifiesto. Absolutamente obvio y palmario. Siempre que entiendas que a las relaciones de amistad me refería. Y perdona que me haya ido un tanto por los cerros de Úbeda, Jaén, capital de la comarca de La Loma; pero es que todo tiene su sentido. Es algo muy propio de mi familia, o eso se comenta, esto de los circunloquios. Atavismos: A otras familias les da por la hípica, las matemáticas o la poesía del siglo XIX. Nosotros somos muy de circunloquios. Herencia paterna, imagino: el bisabuelo Saturno era dentista. Ya me entiendes; La anestesia de las palabras. Pero me centro ahora. Tú eres amigo y no quiero perderte. Te decía que todo tiene su sentido porque las relaciones de amistad son completamente distintas a todas las anteriores: son absolutamente necesarias, intrínsecamente delicadas y frágilmente perecederas, pero, sobre todo, si hay un elemento que las diferencia de las demás es que son íntimamente voluntarias. Y ahí es donde está –a mi entender- el quid de la cuestión: en que son VO-LUN-TA-RIAS. Esas cuatro sílabas –sí, parecen pocas pero no hay más. Ten en cuenta el diptongo- son lo que sitúan a este tipo de relación en una perspectiva completamente diferente a las otras. Uno elige –o debería hacerlo- a sus amistades. Y en el pretexto que impulse dicha voluntariedad subyacerá el espíritu que imbuya la naturaleza de esa relación. Tan sencillo como esa frase. Aunque no hará falta, me explico: ¿Qué fuerza nos empuja a querer ser amigos de alguien en particular? ¿Qué fuerza empuja a los demás a querer ser nuestros amigos? Pues, opino yo que a cada una vendrá alimentada por una necesidad distinta, al igual que los distintos menesteres que nos puedan acuciar a nosotros al respecto. Amigo, el hombre es un ser social. Un animal de manada. La imagen de uno mismo la concretamos en referencia al espejo emocional de nuestras relaciones con el entorno y muy particularmente observándonos en nuestras amistades. Sólo somos lo que los demás perciben qué somos. No es absurdo esto. O sí. La verdad es que bien pensado es terriblemente absurdo. Porque acaso no te sucede a tí que tienes la impresión de que se te percibe erróneamente y que en tu interior eres completamente diferente a la imagen que ofreces. Pero, ¿es así? ¿seguro? No, mira, es que parece un poco egoísta pero en el fondo es buena persona. ¿en el fondo? ¿qué es eso del fondo? ¿insinúas que cuando está rascándose el ombligo en su casa es buena persona? ¿es eso el fondo? Vamos, no me j.. fastidies. Perdona que se me vaya la lengua. El fondo, a esos niveles, no existe. Si te comportas como un hijoputa egoísta será porque lo eres y punto. Y lo eres porque los demás lo perciben. ¿o no? Por muy convencido que tú estés en que estás hecho de otra pasta o por mucho que en tu interior estés dispuesto a salvar a todos los cetáceos del mundo o a dar cobijo a los innumerables perros y gatos abandonados de la comarca; en el fondo –ahora sí- lo único que eres es un ególatra de mierda. Y quién dice egoísta, dice idiota, desagradecido, inculto, tarado, dubitativo, nervioso o cualquier otro rasgo que nos pueda definir como humanos. El pudor es lo que hace que, con carácter general, tratemos de evitar que salgan a la vista estas miserias humanas que no dejan de ser –en una medida o en otra- comunes a todos nosotros. Todos somos un poco ególatras, al fin y al cabo, qué duda cabe. Pero si nos rodeamos de amigos y tenemos la inteligencia emocional suficientemente desarrollada, controlada y equilibrada, como para ofrecerles a ellos una imagen de desinterés y entrega, podremos llegar a tener una percepción íntima que nos satisfaga y no nos hará falta rascarnos el ombligo "en el fondo". Sí señor: Que nos pasamos la vida actuando, en resumen. Es así, créeme. Pero lo bueno es que tenemos la opción de elegir el público. Y aquí iba yo. Uno debe saber jugar su rol en la manada. Eso se aprende con el tiempo. Desde pequeñito va uno buscando su lugar en el grupo a medida que van surgiendo las correlaciones. Te vas sintiendo cómodo en tu papel, forjando la personalidad, en definitiva. Eso con respecto a las amistades. Porque uno puede ser de una manera con su familia, de otra con los amigos y de otra distinta en el trabajo... En fin, todo dependerá de tus habilidades interpretativas o de tu inercia. Porque también hay -el mundo es variopinto- quien se deja arrastrar por la inercia y actúa siempre del mismo modo con independencia del contexto en que se vea envuelto. Personalidad muy acusada, mantienen algunos; dificultad de adaptación, dirán otros; vagancia, es lo que creo yo. Total, que otra vez me he ido por las ramas. No sé cómo me aguantas. La amistad es lo que tiene, a veces hay que aguantar. Y se aguanta, ¿a qué si? Bien a gusto; para eso están los amigos. Pero vuelvo adonde estaba: Quería hacer yo hincapié en el hecho de que a la hora de buscar las amistades nos mueve una necesidad, un impulso. Llevado al extremo del absurdo, cuando uno se acerca a ti lo único que busca es su propio equilibrio. Ese es el impulso. Buscamos sostenernos. Debes saber que a partir del momento en que fragüe el vínculo, serás una referencia que le sirva a él o ella para colocarse en el mundo. En su mundo. Y él, de manera inconsciente, se convertirá también -pues las relaciones son bidireccionales- en un punto sobre el que medir la perspectiva de tu propia existencia, obviamente. Y cómo se consigue ese equilibrio, te preguntarás. Digo yo que te lo preguntarás, porque no creo -me parece imposible- que hayas entendido ni jota del trasfondo de mi disquisición. Que no quiero llamarte lerdo con esto; sino que sé bien que la cosa no es fácil, y no soy yo el mejor orador. Pues ahí está el tema. ¿Qué equilibrio busca alguien al acercarse a mi? El que necesite, ni más ni menos. Lógicamente todo esto es perfectamente inconsciente. Sucede así, de manera natural. Pero no hay nadie, puedes creerme, absolutamente nadie en el universo que escape a ello. Y lo que necesite de ti pueden ser muchas cosas, tantas como categorías tendrás tú en tu lista. Puede que únicamente necesite admirarte. Cuídate mucho de la adulación. Es perniciosa y malsana y con frecuencia deriva en desequilibrio precisamente. Aunque lo más habitual -estos son mayoría- es que precisen que los admires tú a ellos. La admiración de los demás produce mucho equilibrio, ¿no te jode?, alimenta el ego, pero no es buena en términos de amistad. Jamás lo fue. Salvo que sea recíproca. Eso sí. Ahí puedes tener a un amigo del alma. Tal vez, -esto sucede mucho- simplemente quiera mirarte un poco por encima del hombro. Tenerte ahí, siempre un escalón por debajo. Algo que lo colocará a él en un lugar cómodo. Serás un amigo digno, puesto que estás casi a su altura, digamos. No alguien para admirar, como de los que te hablaba antes. Sino un colega que siempre estará un poquito por debajo. Mucho cuidado con estos: Si osas romper la balanza generarás conflicto. Pero, hazme caso, se debe forzar con delicadeza pero con constancia. Si lo resiste y no se desquicia podrá llegar a ser un buen amigo algún día. Si se desquicia puedes llegar a conseguir un cabronazo competitivo, así que es mejor que midas bien. La competitividad hay que saber gestionarla porque deriva con frecuencia en enemistad. Hay también amigos vampiros que lo único que buscan es consumir tus energías de cualquier manera posible. Estas relaciones -no merecen el término "amigo"- debes evitarlas siempre. Pero, ya sabes, a veces no queda más remedio que tenerlos ahí, puesto que forman parte de la manada aunque nadie sabe todavía porqué. Con estos las cosas muy claras. Desde el principio; hay que evitar la mordida como sea. Otros hay que necesitan envidiarte. Necesitan sentirse no un escalón por encima, sino a mil millones de kilómetros de distancia de ti. Infinitamente mejores. Cualquier cosa buena que te suceda a ti considerarán que no la merecías tú sino ellos. Las envidias son lo peor: rompe por lo sano. En resumen que hay de todo: existe quién busca a un afín con el que compartir sus cosas y también los que buscan a un complementario que les confiera un sentimiento de integridad, quién busca tu amistad como medio de darle prestigio; o simplemente para sacar algo de provecho; por supuesto los hay que sólo quieren pasárselo bien; los que necesitan un apoyo como sea; los que necesitan apoyar como sea; los que necesitan dinero; los que necesitan fardar… De todo. Las categorías las pones tú. Tú sabrás de quién te rodeas. Salvo una. Subrayada y en dorado: El amigo del alma. Y ahora que te he explicado todo esto, deberías ser capaz de entender por ti mismo el porqué de no poner más de dos o tres en esta categoría, ¿qué crees tú?

- Señor, menuda tabarra, ¡que yo sólo quiero un pitillo!

- Sinceridad y congruencia lo primero, por favor. Lo que tú me has dicho exactamente es: "Hey, amigo, ¿tienes un 'sigarrito' por ahí?". Con lo del tabaco voy después, ahora sólo trato de que quede claro el alcance del primer término. Te decía yo que la medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos...









20 de enero de 2014

Demasiadas Mañanas




...pero cuando se haga completamente de noche
los perros callarán
y el silencio de la noche quedará destrozado
por todo el ruido que hay en mi cabeza
porque nos separan miles de kilómetros
y demasiadas mañanas.

Bob Dylan - "One too many mornings"






Jan O'Lader - "Subterranean Homesick y otros delirios"



DEMASIADAS MAÑANAS

El olor a coles hervidas lo invade todo. Siempre ha sido así en el edificio, y pese a todo, a pesar de la costumbre, o por muy dilatado que sea el espacio de tiempo que permanezca uno dentro, es imposible no ser consciente del hedor ácido y fermentado que flota en el aire, impregnando cada hueco y llegando hasta el último de los rincones. Sin embargo, Eusebio, sentado al lado de la ventana, es completamente ajeno a él; la salitre le devoró el olfato hace tiempo. No se lamenta; No lo echa de menos. Más bien es al contrario; ignora las razones por las que habría de añorar un sentido al que nunca ha encontrado una utilidad clara y sí, por otro lado, obvias desventajas. Descansa sobre una butaca antigua y desvencijada en la que ha tomado la costumbre de apoltronarse las últimas semanas. Muebles, lámparas, cuadros, libros, ropa; nada hay nuevo en el piso. Ningún objeto es moderno o reciente. Sería difícil para él explicar esa afición por lo añejo; no es placer lo que le produce exactamente, sino una plácida mezcla de comodidad y despreocupación. Así que todo es vetusto allí, pero no antiguo; sino, más bien, trasnochado, ajado o rancio. No muy distinto a como él siente los cincuenta y ocho años que acaba de cumplir. De su arcaico tocadiscos emergen los nasales y desaliñados gorjeos de un Dylan todavía niño: otra vieja pasión, o tal vez la misma. A pesar de los años embarcado y de las resacas en puertos olvidados, Eusebio no entiende el inglés. Y sin embargo, la sonoridad de cada verso percute en su cerebro permitiéndole comprobar que los sonidos guardan el orden que siempre les ha correspondido: an de sailen nait uil xarer from de saunds insai mai main… Siempre ha considerado que no hace falta saber idiomas para presagiar lo que le duele al judío de Minessota. A su derecha, sobre el cristal, un arpegio desordenado de gotas de lluvia compite con la cadencia lastimosa de la guitarra. En sus manos, colosales y deformadas por las innumerables cicatrices y durezas, sostiene un periódico. Acaba de levantar la mirada de su primera página y sus pensamientos derivan más allá de los cristales; No llueve demasiado ahora, aunque la tarde ha estado muy inestable y se percibe claramente que las aceras están húmedas y resbaladizas. Un bullicioso grupo de adolescentes se refugia en el portal de enfrente con el ánimo excitado de las tardes de los viernes. Delante de ellos, sobre un gran charco en la calzada se reflejan las luces de su edificio y puede reconocer perfectamente su propia silueta reflejada sobre el espejo que ha formado el aguacero. En el piso de al lado se adivina luz también. Un automóvil al circular salpica a varios peatones provocando las risas y el barullo de la muchachada. Pero Eusebio no presta atención a la escena; en ai gueis bac tu destrit de saidguoc en de sain… Su mirada regresa a la portada del diario: El parlamento europeo ha decidido demorar la prohibición de la pesca de arrastre otros cuatro años. No hace mucho tiempo esa noticia le hubiese animado el día. Hoy, sin embargo, aunque se alegra por algunos compañeros (todavía vivos, todavía en activo, todavía amigos) a él, en el fondo, todo le da lo mismo. Aún así, no puede evitar continuar inmóvil, con el gris de sus pupilas perdido, de nuevo, tras el manto de lluvia que refresca una noche que aún empieza. Desde la Travesía de Vigo las ventanas no respiran la brisa del mar.

Haber perdido el olfato no le quita el sueño y, sin embargo, lo de los oídos es algo bien distinto. Es posible que al comienzo le hubiese sido imperceptible. El médico le asegura que tuvo que ser así: un hilillo minúsculo e inapreciable que fue creciendo poco a poco. Quizá llevaba algún tiempo ya dentro de su cabeza y no había disfrutado de la tranquilidad o la concentración necesaria para advertirlo. No decía él que no pudiera ser esa la verdad. Aunque, si tuviera que hacerlo, pondría la mano en el fuego por que no sucedió de esa manera. Claro que ahora le es imposible saberlo, porque la memoria no retiene las cosas que considera corrientes. Así que Eusebio no consigue recordar como era el ruido del interior de su cabeza cuando no oía nada. El sonido de sus pensamientos en la tranquilidad de la noche, por ejemplo. Quién se para a retener eso. Pero a él le parece que, sí, el silencio existía entonces o, al menos, que debió existir alguna vez. Confiando en el instinto, apostaría a que fue repentino. Que cuando surgió el ruido, fue el mismo día en que lo percibió claramente por primera vez: aquella tarde, tumbado en el sofá, mientras ignoraba de manera intencionada las noticias que vomitaba el televisor. De ese momento -El momento último en que pudo disfrutar de un poco de paz- es absolutamente consciente. Del momento en que nació el infierno, que fue el inmediatamente posterior, también. No existió, tal y como él lo percibió, una frontera temporal entre una cosa y la otra. Está uno perfectamente ahora y al momento siguiente llega el suplicio. Sin un paso o una aduana. No existe un período de transición, por breve que sea, en el que uno pueda asumir que no hay marcha atrás. Nadie le dijo: Amigo, disfruta de estos últimos diez minutos; serán los últimos de sosiego. Se acabó la tranquilidad: no volverás a saborear el silencio, el de verdad, en toda tu vida. El acúfeno -el pitido atronador que le zumba en el oído interno- llegó, sin síntomas previos, una tarde del pasado verano y dentro de su cabeza continúa; constante, inalterable, permanente, durante nueve meses ya. El médico le ha confirmado que allí seguirá muchos años. Tantos como viva él. Así que Eusebio, ahora, cuando lo necesita -que es casi siempre-, inventa una dimensión que sustituye al silencio. Pone en marcha el primitivo tocadiscos. Zimmerman -yur rait from yur said aim rait from main- hacía casi quince años que no cantaba para él.

Entre el estrépito del interior de su cabeza y los acordes que bostezan los altavoces, tarda un tiempo en distinguir unos chillidos que no corresponden ni a un lugar ni a otro. Son voces alteradas. No muy elevadas ni intensas, pero sí nerviosas y algo atropelladas. Curiosea a través de la ventana para comprobar si proceden de la calle. Los muchachos en el portal han dejado de alborotar y se arremolinan sobre el teléfono móvil de uno de ellos. Delante del grupo, reflejado sobre la superficie pulida del enorme charco, se intuye que en el piso contiguo al suyo se producen movimientos de gente. No distingue rostros ni figuras: le parece recordar que una pareja joven entra en ese piso cada tarde, pero no se atreve a jurarlo. Aunque es frecuente que salude a un par de ellos con los que se cruza en el portal, la realidad es que no conoce a ningún vecino. No sería capaz de reconocer a ninguno si lo viese en otro sitio que no fuese el edificio. Los ruidos cesan momentáneamente y Eusebio consigue volver a concentrarse por unos segundos en la nada, permitiendo que la música conquiste sus oídos y enmascare el enojoso chirrido que le atruena la mente. Deja caer la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la butaca y cierra los ojos. Aunque sabe que no se trata más que de una ilusión, por momentos tiene la impresión de que se concreta algo parecido al silencio. El fastidioso pitido, sin embargo, continúa en su cabeza confundiéndose con los amargos lamentos de la armónica. Las voces del exterior adquieren de repente más intensidad, y aunque no alcanza a comprender palabras precisas, la energía y la inflexión con que son pronunciadas le hacen suponer que se trata de insultos. Se incorpora y baja levemente el volumen del tocadiscos. No le cabe duda de que vienen del piso de al lado. Los gritos son ahora mucho más enérgicos y puede discernir perfectamente una voz masculina -¡Hija de puta!-; una mujer devuelve agudos alaridos sin sentido. Un nuevo silencio e inmediatamente un topetazo seco y estruendoso contra la pared. Eusebio duda si coger el teléfono y llamar a la policía. No hace nada; permanece de pie, tenso, a la espera de acontecimientos. El ruido dentro de su cabeza se vuelve ensordecedor. Lo que se escucha a continuación le parece que viene de la puerta que da al pasillo. En el eco del corredor las voces resuenan magnificadas. El vozarrón desquiciado de un hombre amenaza con matar a alguien. Eusebio abre la puerta instintivamente y se asoma al descansillo. El cuerpo ingrávido de una minúscula joven se atropella contra su pecho, sin que el impacto llegue a moverlo de su sitio. Ella sangra por la nariz y tiene la blusa rota.  Frente a él, un hombre con cara infantil y ojos enfurecidos se ha quedado inmóvil; los brazos abiertos, y en la mano una navaja. El joven lo mira a los ojos. Después dirige su mirada a la chica. Eusebio no hace nada. Permanece allí, estático, de pie, con sus enormes manos abiertas, sin saber qué decir. 

No te metas en esto!-. Al joven le cuesta contener los jadeos por el esfuerzo y -se huele- el alcohol.

Eusebio continúa inmóvil y en silencio, con la muchacha a su lado. Puede escuchar como en otros pisos los vecinos se arriman a las puertas y los ojos observan por las mirillas. Se oyen susurros alarmados. 

No te metas en esto!-. Repite el muchacho.

La joven se ha aferrado a su brazo y tiembla de manera descontrolada. Eusebio, sin apartar la mirada de la navaja, empuja a la chica hacia dentro de su piso con un ademán. No tiene intención de razonar con nadie. Sin gesticular, levanta su mano derecha con el índice extendido y la muestra al hombre, que continúa en la misma postura que hace un momento. Los dos hombres permanecen en silencio unos segundos, observándose, sin articular palabra ni modificar el semblante. Entonces, el joven sonríe. -Muy bien, perfecto. ¡Ahí te quedas, zorra! ¡Ya volverás!- Con enérgicas zancadas regresa hacia la puerta de su piso. Antes de cerrarla, asoma la cabeza hacia el descansillo y se dirige a Eusebio, que continúa con la mano en alto. -¡Capullo!-  A continuación un estruendoso golpe anuncia que se ha encerrado en casa.

Eusebio permanece aún unos segundos en el umbral antes de entrar en el piso. Una vez dentro, con la espalda apoyada sobre la puerta, observa a la joven que, de pie en el centro de la sala, lo mira aturdida y aún temblorosa. Cuando se escucha a sí mismo preguntándole si se encuentra bien y asocia sus palabras con la patética imagen que tiene enfrente, se encuentra un poco absurdo, sin embargo, la muchacha asiente de manera inconsciente y sonríe. Le falta un diente. Debe tener unos veinte años, veintitrés como mucho, y es menuda y enjuta. El pelo pajizo y muy castigado se le balancea sobre el rostro y se mezcla con el garabato de sangre que le brota de los orificios nasales, dándole un aspecto sucio y lamentable. Eusebio, con un gesto, le muestra donde está el baño. -Lávate un poco. Te busco una toalla.- Del otro lado de la pared se escuchan los desquiciados gritos del vecino. -¡Hija de puta!  Ella sonríe fingiendo no haber escuchado nada y agradece el ofrecimiento con la mirada. Se introduce en el baño y cierra la puerta. El silencio recién nacido permite a Eusebio ser consciente del atronador infierno que se está produciendo en el interior de su cabeza. Siempre le sucede igual: La tensión acelera el pulso al acúfeno. Se sirve una copa de ginebra. No es que el alcohol apacigüe el alboroto mental, más bien al contrario, pero después de lo sucedido siente que necesita un trago de algo fuerte. Recuerda la toalla. No encuentra ninguna limpia. Así que golpea la puerta del baño con los nudillos y le indica que use la que está en el lavabo. No es necesaria la sugerencia; Ya la ha usado. La puerta se abre y reaparece ella con mejor aspecto que hace unos minutos. Con el rostro limpio y el pelo arreglado puede que parezca incluso más joven, pero la camisa desgarrada y manchada de sangre le da un aire triste y trágico. -A ver si encuentro algo que te sirva-. Eusebio desaparece durante unos segundos y cuando regresa por la puerta de su dormitorio trae en sus manos una camiseta con el rostro impreso del Che Guevara. - Es vieja pero está sin usar. A mi nunca me ha servido.

-¿Por qué la compraste entonces?-. Es la primera vez que oye su voz. Le parece que suena a ratón alarmado.

- Hubo un tiempo en que el Che era la referencia. La compré en Rosario. Es horrible… pero, gracias a Dios, no tenían mi talla-. Eusebio le guiña un ojo y sonríe por primera vez como si lo que hubiese dicho tuviera gracia. Por la sonrisa de ella comprende que probablemente no tiene ni idea de quién es aquel hombre ni donde queda Rosario. Se limita a cogerla y observar atentamente la cara que la mira de soslayo desde el frontal de la camiseta. Después, sin importarle mostrar sus pechos diminutos, se quita la raída camisa allí mismo y se la pone. -Me queda bien. Gracias. Me la quedo.- Sonríe mostrando el hueco donde una vez hubo un diente. -Perdona al gilipollas ese- Señala hacia la pared - Está borracho-. A él le parece una disculpa idiota. Además de venir de quién no corresponde, no existe borrachera que disculpe blandir una navaja contra alguien indefenso y desarmado. Se calla y deja que la muchacha se tranquilice mientras observa la lluvia caer a través de la ventana.

-Joder, esto parece la casa de mis abuelos. Todo parece del siglo pasado.

-Si te refieres al XX, si, casi todo el del siglo pasado.- Contesta Eusebio desde la cocina. Prepara una cena atropellada. Hace días que no va al supermercado y tiene que improvisar con un par de conservas y un paquete de macarrones. Él siempre se ha arreglado con cualquier cosa. Teresa, -ya han hecho las oportunas presentaciones-, se ha calmado y escucha música en el salón mientras él se arregla como puede con los cacharros. Desde el piso de al lado no ha vuelto a llegar ningún ruido. Su compañero duerme la borrachera. Al menos eso es lo que ella le ha asegurado que sucedería; que caería rendido y la dormiría hasta el día siguiente. Si a Eusebio no le importa, se quedará allí un rato. En su piso no está el horno para bollos de momento. No hay problema alguno por que se quede, por supuesto. El tiempo que ella quiera, recalca Eusebio, al tiempo que le ofrece una silla y un plato. No es necesario que se vaya enseguida. Ella sonríe nuevamente mientras se lleva el tenedor a la boca.

- ¿Quién canta?, tiene una voz horrible.- Teresa tuerce la boca mientras pronuncia la palabra horrible.

Eusebio se disculpa entre risas. Los aullidos rasposos de Dylan no han dejado de sonar en toda la tarde y en estos momentos atormentan sus oídos con "Ballad of Hollis Brown". 

-Es el Che Guevara. El tipo de tu camiseta-. Bromea él desternillándose. Le sorprendería que le gustase. Comprendería, de hecho, que no le gustase a nadie en el mundo. Al fin y al cabo, siempre ha cantado en exclusiva para él y nunca ha sentido la necesidad de compartirlo. - Enseguida lo quito-. Hace ademán de levantarse.

- Ni se te ocurra. Es mi favorito. Mira mi camiseta.- Ambos ríen. 

-Te pondré la canción que más me gusta a mi-. Eusebio se levanta. Coloca la aguja al comienzo de "One too many Mornings" y sube el volumen. La guitarra comienza a sonar, como siempre triste y lastimosa. A Eusebio el semblante se le transforma.

-No sé inglés.- Dice Teresa. 

Él le hace un gesto de cautela con la mano para que guarde silencio y con voz seria y profunda finge traducir cada verso siguiendo el ritmo de la canción:



Down the street the dogs are barkin’ and the day is a-gettin’ dark
Llora el viento y la ola derrite su verde murmullo en el silencio 
As the night comes in a-fallin’ the dogs’ll lose their bark
Entre ola y vientos, se aferra a las escamas de su barba plateada
An’ the silent night will shatter from the sounds inside my mind
Entre viento y olas, vuelan ausencias desde el cielo a la semana. 
For I’m one too many mornings and a thousand miles behind
Surca el tiempo la gaviota por la estela de los vientos y las olas.

From the crossroads of my doorstep My eyes they start to fade
Sueña el niño que la lluvia trae espumas y es espuma lo que besa
As I turn my head back to the room Where my love and I have laid
Entre espuma y arenas, suplica indulto el malhumorado remolino
An’ I gaze back to the street The sidewalk and the sign
Entre arenas y espuma, ignora el sueño donde acecha su castigo
And I’m one too many mornings An’ a thousand miles behind
Surca el tiempo la gaviota por la estela de la espuma y las arenas.

It’s a restless hungry feeling That don’t mean no one no good
Resuena en su tambor el engranaje eterno de los pensamientos
When ev’rything I’m a-sayin’ You can say it just as good.
Llora nadie, nadie canta, extravía su pulso en la noche el miedo
You’re right from your side I’m right from mine
Y la luna se derrama sobre el aullido de su propio desconsuelo
 We’re both just one too many mornings An’ a thousand miles behind
Vuela la gaviota. Ya era hora. La hora de cargarse al cabrón de al lado.

Suena todavía la armónica durante unos segundos en los que Teresa observa, con los ojos abiertos como platos, como él, con el mismo gesto serio con que acaba de recitar la canción, se dirige al tocadiscos y lo apaga. Espera alguna reacción en su cara. De repente, estalla. - ¡Qué cabrón! ¡Te lo has inventado todo!-. No puede dejar de reír.
- ¿Importa realmente si es real o inventado? - Le guiña un ojo.- Es lo que tiene Dylan. Hoy dice eso, mañana puede que sea otra cosa. Siempre a gusto del consumidor.- Se pone serio de nuevo. -Hazme caso, denúncialo y desaparece. Mándalo a la mierda. No quiero meterme donde nadie me llama, pero es eso lo que deberías hacer.
Ella continúa riendo y simula no haber oído la última frase de Eusebio. -Odio las gaviotas. Son asquerosas. Además, me recuerdan al PP.
- En tierra pierden la dignidad, si. Es en el mar donde deben estar. Allí son majestuosas.
- ¿Un poco como tú?
- Hazme caso: Denúncialo. Te he puesto sábanas limpias. Sonará a novela barata, pero puedes dormir en mi cama; yo dormiré en el sofá.

El silencio de las siete de la mañana huele a café recién hecho pero Eusebio no lo sabe. Acaba de levantarse y está de pie, frente a la ventana, sosteniendo en su mano derecha la nota manuscrita que le ha dejado Teresa. Con letra nerviosa le agradece lo que ha hecho por ella y le avisa de que la cafetera está llena sobre la placa de la cocina. Se vuelve al piso de al lado. Es difícil de explicar, pero prefiere estar allí cuando él despierte. Menos lío así. Mucho mejor para todos, él incluido. De todas maneras, ahora que se conocen podrán verse a menudo. Por cierto, le ha tomado prestado su disco del "Che". Espera que no le importe. Le regala un beso. Eusebio hace añicos la nota y la arroja a la papelera. Para qué demonios querrá ella un disco. Se deja caer sobre la destartalada butaca. En la calle continúa lloviendo. Las mañanas de los sábados suelen ser distintas a ningunas: desde la Travesía de Vigo las ventanas no respiran la brisa del mar. Nadie pasea por las aceras y los pocos coches que circulan no tienen a quién salpicar. Sobre el charco de la calzada las gotas de lluvia juegan con el reflejo de unas cuantas estrellas rezagadas. Bajo un contenedor de basura dos gaviotas compiten por los desperdicios que han quedado de la recogida. Eusebio cierra los ojos y se concentra. Por primera vez en mucho tiempo le parece sentir que las olas resuenan en el interior de sus oídos. Hoy bajará a pasear por el puerto. El hedor ácido y fermentado que invade este edificio empieza a resultarle insoportable.



13 de enero de 2014

Rigor Mortis

 
 

 

Aaron D'jel  - Los relatos de Los Paramos
 



Rigor Mortis


Cesó la lluvia y una afilada centella de luz se posó sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Al hijo de La Sarabia lo habían echado en falta hacía tres días. No era extraño, cuando explotaba la ciclogénesis, que la gente se refugiara en casa ajena en espera de la calma. Por eso a nadie alertó demasiado su ausencia al principio. Cayeron del cielo toscos pedruscos de hielo que derrumbaron los tejados y se supo que Rabalo, el dueño de Perra Vella, estaba con los de Casilde. Llegó noticia también, de boca de quién no teme a las descargas eléctricas, de que en casa de los Perotos habían alojado a la niña de Sarmiento. Pero de Tasmanio nadie había sabido dar razón. Cuando la lluvia airada dio paso a un obstinado orvallo y el joven siguió sin dar señales de vida cundió cierta alerta en Los Paramos.

Cesó la lluvia y una rendija en el cielo dejó discurrir una afilada centella de sol que se posó sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Sobre el barro renegrido de La Veiga descubrió su cuerpo desnudo el menor de los Trépedes. El rostro, envarado por los días transcurridos desde el deceso, no transmitía emoción. El lustre de los ojos asomaba desvaído y de su boca pendía un hilo de agua de lluvia todavía sucio de hojarasca. Los azules cardenales sobre su cuerpo no dejaban lugar a dudas: Lo habían matado a palos. 

El muchacho se dirigió al finado con el tino de quién está habituado a hablar a los muertos:

-¡Carallo, Tasmanio, tes á xente tola a buscar por ti!

Tasmanio no quiso contestar. 

Cesó la lluvia y el viento abrió una rendija en el cielo por la que discurrió una afilada centella de sol que acabó por posarse sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Tiene sentido que en Los Paramos la vida y la muerte no se distingan con facilidad. Brumas húmedas y espesas como calumnias no permiten discernir tampoco entre el día y la noche. La gente nace con las pupilas acrecentadas y medra con el alma entumecida. Llega la muerte como el trámite inapelable de un paso hacia más de lo mismo. No es fácil para el nuevo acostumbrarse al desconcierto. Algunos llegan. Sobra una mano para nombrar a los que se quedan.

Cuando Tasmanio fue a ver a su madre hacía ya tres días que le habían dado sepultura. La Sarabia no se había dejado ver en el entierro. La puerta de su casa, sin embargo, quedó abierta desde entonces. Supo así Tasmanio que se le esperaba. 

 
-Moito tardaches. A Soliña non ten auga e hai que munxi-las vacas.

 
Que los animales se encorajinan en presencia de los difuntos es cosa que nadie ignora. Mucho menos en Los Paramos. Por eso Tasmanio hizo caso omiso a su madre. Se quitó la chaqueta negra de su inhumación y se dejó caer sobre la cama. A pesar de todo, estaba cansado y le dolían los huesos. No todos se sienten cómodos al principio. Algunos tardan en acostumbrarse al frío yermo y despiadado que se les cose a las entrañas. La Sarabia gruñó al verlo tendido. Iba a dar más trabajo que de vivo. Otras tres jornadas transcurrieron hasta que Tasmanio tuvo el ánimo de incorporarse y cuando lo hizo llevaba todavía la ropa que vestía en el féretro.

Cuando, tras el óbito, entró en la taberna de Trépedes se hizo el silencio por unos segundos. Sucede siempre que se ve por vez primera a quien ya no tiene pulso. Desde la que antes era su mesa, Chuspo, Boaldo y Lenteja lo observaron contrariados. Tres vasos medio llenos aguardaban compañía para el comienzo de la partida. Sin ánimo de incomodar sosiegos, Tasmanio saludó con la mirada. Sus ojos decían: No se juega al Mus con un muerto. Las deudas no tienen valor y, además, es deber de cada uno conocer dónde está su sitio. En una esquina compartían bancada los perecidos en la crecida del año siete. Buscó allí Tasmanio su hueco. Sin recelos ni malicia. Hay amistades que no merecen ser puestas a prueba.

A nadie escapa que a un fallecido jamás se le pregunta por el fatídico momento. Una cosa es acostumbrarse a vivir con ellos y otra distinta no saber respetar ciertos pudores. A veces, como sucediera con el viudo de La Carreña, es el propio difunto quién ofrece explicaciones. Por acallar infundios, aseguran otros finados. Si no, a quién le gusta hablar de esas cosas. A Tasmanio no hubo quien quisiera importunarlo. Nadie mencionó nunca la mortal paliza que recibió en La Veiga. Que las habladurías le importaban bien poco lo había dejado claro años antes; cuando lo de la rubia de Goián. Es posible, de todas maneras, que tampoco supiera mucho más que los demás. En ocasiones la parca aparece por la espalda. Como una sombra. Sin que exista indicio ni razón; Sospecha siempre hubo. En eso Los Paramos no se distinguen del resto del mundo. 

Enmudeció el viento y del suelo de La Veiga asomó la mano inerte de Velidia Peroto. Sucede a veces que llega del noreste un aire fosco y destemplado que sopla sucio durante unos días, tiznando rostros y ropas tendidas. Vivos y muertos se recogen entonces en sus lugares. No se teme a la mancha sino a la vesania. No es fácil mantenerse cuerdo para quién se somete a la textura del cárdeno soplido. Con las primeras brisas se perdió la pista a la mayor de los Perotos. Los que la conocían cavilaron que sabría cuidarse. Eran ya muchos los años que habían pasado desde la primera vez que saliera sola por Los Paramos. La senda le era bien conocida. Sólo cuando los enlutados rostros de los que no tenían donde guardarse arquearon las cejas comenzó a brotar el desaliento en la familia. Su padre embozó el rostro con el cubrecuello y partió a por ella.

Enmudeció el viento y bajo el manto de hollín que cubría el suelo de La Veiga asomó la mano inerte de Velidia Peroto. Con bilis en la garganta y las uñas desgarradas por los guijarros, Peroto Padre desenterró el cadáver embarrado y gélido de su niña. Los primeros temores se desvanecieron: La muchacha tenía las ropas intactas y no existía señal de violencia. Velidia había fallecido inmaculada. No era la primera adolescente que se iba virgen en los Paramos. Clodia Fiñanes, La Clodia de Muros Altos, había expirado con dieciocho años y las ganas íntegras. Por la senda del puente viejo continúa incomodando a los varones con sus impúdicos ademanes. Velidia cumplía diecisiete el día que abandonó a los vivos. 

Espesas lágrimas de Astolfo inundaron la tierra oscura de la Veiga mientras trastabillaba con el cuerpo exánime de su tesoro en brazos. Velidia entreabrió los ojos.

-Meu Pai, finei sen catar home.

Astolfo Peroto llevó su mano sobre la frente macilenta de su hija y con un gesto le borró la mirada. 

Enmudeció el viento y bajo el áspero manto de hollín que cubría el suelo de La Veiga asomó tímidamente la mano inerte de Velidia Peroto. Los que entienden de la vida y la muerte conocen bien que no existió crimen en aquel fenecimiento. Tampoco rindió, sin embargo, conciencias demasiado tranquilas. No es lo mismo matar a palos a quien lo merece que empujar al que más se quiere a arrancarse la vida. Astolfo dejó el cadáver de la niña sobre la mesa de la cocina y se despidió de los suyos. Dejaba la comarca. Los fantasmas de los suicidas suelen ser comprometidos. Así ha sido siempre en los Paramos. Como testimonio de sus faltas quedó el garrote bien a la vista. La sangre seca de Tasmanio aún no había sido purgada. Aseguran los que alguna vez lo hicieron que a quién mata por convicción le gusta volver a paladear su gloria.  

La Sarabia fue la primera en ver a Velidia tras su defunción. La muchacha buscaba a su hijo.

-Levao e que non volva.

Que los muertos no fornican es cuestión bien conocida. No es lujuria lo que siente Clodia Fiñanes cuando asalta a los hombres que cruzan el puente viejo. La copulación es un acto intervivos, pues los difuntos no conciben difuntos. Incluso de aquel lado es sabia la naturaleza. Velidia cruzó inexplorada. Sin embargo, ahora nada le impide amar a Tasmanio. La justicia de los muertos es eterna por esencia. El dinero mueve la otra ley de los Paramos y todo el mundo sabe que ni los proscritos ni los muertos pagan impuestos.