Jean Roald - "Síndromes y Secuencias"
LA SECUENCIA DE MOEBIUS
Y por más que se lo suplicó en silencio, él no quiso sonreír. Se limitó a sostenerle
la mirada. El rigor del rostro tenuemente difuminado en la penumbra. La mandíbula
tensa. Los ojos inyectados. El dedo firme sobre el gatillo. El centelleo de los
últimos rayos del atardecer se escurría con dificultad por los tragaluces enrejados
de la capilla cuando se oyó una sorda detonación. Una amarga exhalación de
pólvora invadió sus ventanas nasales durante un breve instante e inmediatamente
se diluyó entre los densos vahos de incienso que inundaban el interior de la iglesia
de San Teotonio de Valença.
...
Como ya se tiene comentado en algún otro lugar, el impredecible carácter de
los habitantes de las Berlengas es una realidad que se pierde en una nebulosa
de siglos inexplorados y que, lejos de responder a insulares circunstancias
como la incomunicación o el apartamiento, encuentra su justificación más apropiada en el
mestizaje de las estirpes de pioneros marinos árabes, vikingos y romanos que se
fueron asentando sucesivamente en las islas. Los corsarios moriscos así como europeos
que la asolaron en tiempos algo más recientes no hicieron sino verter un tanto
más de confusión en el pandemónium genético de unos berlengueses que ya, de propia
naturaleza, habían resultado históricamente agrestes y cambiantes. La Isla de
Saturno, como había tenido el capricho de bautizarla la Roma clásica, era y es
un pedazo de tierra fértil y montañosa interpuesta a las nortadas que provoca el
anticiclón de las Azores en su camino hacia las costas del norte de Lisboa. Un
islote de composición geológica drásticamente diferenciada de la no lejana costa
de Peniche, de la cual se ha mantenido durante toda su existencia a la aséptica
distancia de seis millas náuticas. Trecho marítimo que no es insalvable en
absoluto, pero sí lo suficientemente vasto y encrespado como para haber
permitido al archipiélago mantener controlada la afluencia de turistas durante
largos años de su historia contemporánea. No fue, de hecho, hasta finales de
los años setenta del siglo pasado que, al ritmo marcado por la codicia de otros
soleados territorios lusos, sucumbió sin remedio al pútrido encanto del
ladrillo y la libra esterlina.
Pocos años antes de que eso sucediera vinieron a la isla y al mundo los
mellizos José y Pedro Carboeira. Los vástagos de Nuno Moura, farero de Berlenga
Mayor, y de María Carboeira tuvieron por costumbre, podríamos sostener que de
manera innata y perenne, el no haber dejado nunca a nadie indiferente. Tales fueron
las diferencias que existieron siempre entre ellos que con dificultad se podría
argumentar no ya la existencia del vínculo fraternal que biológicamente existía
entre ambos, sino meramente refrendar su pertenencia a una misma especie. Son,
de hecho, los cinco testigos de aquel doble alumbramiento los únicos seres que se
atreverían a jurar ante un tribunal que aquellas dos criaturas procedían de una
misma matriz. La sangre sarracena que portaba José, el mayor desde el punto de
vista legal, aparte de constituir una evidencia difícilmente refutable era
consecuencia directa de la herencia genética recibida por y de su padre, con el
que compartía la tez morena, el cabello crespo y terroso, la mirada de miel y
una dentadura luminosa y desmedida. El aspecto físico de Pedro respondía, sin
embargo, a conexiones atávicas un tanto más fortuitas e impensadas: el pelo
rubio desvaído, los ojos de un azul pálido inédito en el cielo de la isla, el mentón poderoso y unos dientes
minúsculos y severamente separados, evocaban memorias ya perdidas en aquellas
costas en torno a drakkars normandos sobre el horizonte de la ensenada. Todos
recordaban que no había sido necesario el paso de muchas semanas desde su
nacimiento para que María, la madre de ambos, advirtiera que algo no era del
todo corriente en el segundo de sus hijos. Al principio, cuando todavía atraía
demasiado la atención lo septentrional de su fisonomía, no se le dio demasiada
importancia a su semblante rígido, demasiado impasible incluso para un lactante.
Fue el paso del tiempo quién hizo que, sumados a aquel extraño entumecimiento
facial, comenzaran a ponerse de manifiesto otros problemas un tanto más
preocupantes en la vida cotidiana del pequeño. Llegado el momento de los
primeros sólidos, por ejemplo, produjo profunda inquietud descubrir que Pedro parecía no disfrutar de la comida. No se
trataba de una simple inapetencia de los alimentos en sí, sino que, más bien, era
el propio acto de comer, la mecánica de la masticación, lo que parecía
resultarle terriblemente afanoso.
Con lógica preocupación de padres primerizos Nuno y María recurrieron a la ayuda
médica. Consultado el licenciado D. Manuel Narváez, el más reputado doctor residente
en el archipiélago, diagnosticó con un ligero carraspeo desde detrás de su
gigantesco habano que no iba a ser fácil descubrir el origen de los extraños
síntomas de su paciente. Arrastrado, sin embargo, por una puntillosa curiosidad
profesional y tras varios meses de investigación y consultas a especialistas de
la capital, acabó por presentarse un buen día en la casa anexa al faro para dar
a la familia Carboeira una explicación clínica a la insólita tirantez facial
del pequeño. Según aseveraban los informes enviados desde Lisboa, les anunció
solemnemente con los pulgares introducidos en los bolsillos de su chaleco
dorado, dos importantes nervios del cráneo de Pedro se veían afectados por una
dolencia vagamente documentada y con un nombre que nadie supo retener en la
memoria. La patología en cuestión resultaba ser extraordinariamente infrecuente
y, por desgracia, hasta el momento no se le había encontrado remedio. No debían,
trató de tranquilizar el doctor a la familia, angustiarse demasiado por la
posible aparición de algún otro tipo de inconvenientes diferentes a los ya manifestados.
Aunque, como era lógico, debería hacerse
un seguimiento rutinario de su evolución, no se veía ninguna otra zona
neurológica afectada y por tanto, les aseguró, el niño disfrutaría con bastante
seguridad de un desarrollo intelectual perfectamente ordinario. Digamos,
resumió el doctor, que nadie había visto nunca sonreír a Pedro y nadie podría
llegar a verlo jamás, pero por lo demás y de momento, podían estar todo lo alegres
que la vida les permitiese estarlo.
De esta manera, si la disparidad en el aspecto físico de los muchachos había
resultado extremadamente singular hasta entonces, una vez que se dibujaron los
primeros trazos de su personalidad fue cuando comenzó a despuntar la más
notable de sus desemejanzas. Pasaron breves años y en la casa se vio compensada
la falta de expresividad de su mellizo con la explosiva elocuencia y el
carácter insólitamente abierto de José. Una sonrisa perpetua y estridentes
carcajadas anunciaban su presencia adonde quiera que fuese. Y allá adonde él
iba, si se hacía un pequeño esfuerzo de atención, se podía ver al albino y diminuto
Pedro, que callado e inexpresivo se escondía tras su figura. Siempre un tanto apartado
y esquivo. A pesar de lo garantizado por el licenciado Narváez, su arisco
comportamiento y sus problemas con el lenguaje oral hicieron suponer a todo el
mundo un cierto grado de retraso intelectual. Era José el único que alcanzaba a
comprender que la inteligencia de Pedro podía considerarse a la altura de la
suya propia y que no era más que la constatación de ser distinto a los demás,
así como la extraña manera en que pronunciaba las palabras, lo que lo había
convertido en un muchacho retraído y algo huidizo. De una manera explicable
sólo en este tipo de consanguinidades, José, como si estuviese en poder de la
facultad de observar directamente en la
conciencia de su gemelo, nunca había necesitado del lenguaje gestual para
comprender en cada momento lo que aquel sentía. No podía explicar con palabras
como alcanzaba a saberlo, pero él era completamente feliz porque vivía en la
tranquilidad de que Pedro, a su manera, también lo era.
Acababan los pequeños de estrenar la década cuando, un caluroso mes de
junio, se presentó en la isla el Padre
Caetán con la determinación de resolver ciertas disputas económicas y morales
que mantenía la iglesia con los entonces propietarios del Monasterio de la
Misericordia. El majestuoso edificio de piedra, que había sido erigido en la
edad media por la Orden de San Jerónimo con el propósito de ofrecer auxilio a
la navegación, había sido puesto a la venta por el obispado no hacía muchos
años y los actuales dueños, que con visionaria iniciativa regían un restaurante
en la misma construcción, habían incumplido, según sostenía con vehemencia el
propio Padre Caetán, una serie de cláusulas rígidamente establecidas por la
iglesia en el contrato de compra-venta. Tras una delicada primera toma de
contacto se pudo comprobar que la cuestión no iba a tener una solución
inmediata, por lo que desde el obispado de Leiría se le ordenó buscar acomodo
en la isla y no regresar hasta haber dejado el asunto resuelto y los dineros
ingresados. De tal manera que, escapando de los banales hoteles levantados a
raíz de la incipiente fiebre del turismo, y tras pedir consejo al párroco local,
el sacerdote acabó por solicitar a Nuno Moura permiso para alojarse en uno de
los pequeños apartamentos –así los
denominó- anexos al faro. La constante modernización de la ingeniería naval,
que había permitido la automatización progresiva de las luminarias, había
provocado también una radical reducción del personal necesario para mantener su
funcionamiento. Como resultado de ello, de los edificios diseñados y
construidos a mediados del siglo diecinueve para dar cobijo a los fareros de
las Berlengas y sus familias, sólo los Carboeira hacían por entonces uso de uno
de ellos. El resto de las viviendas se encontraban deshabitadas desde hacía más
de un lustro. Como cabía esperar, el propósito del capellán no halló mayor
oposición en la familia. Además de la pequeña cuantía pecuniaria que se había
comprometido a aportar el páter como compensación a las molestias que pudiera
causar, Nuno consideró, pese a no haber mostrado piadosa inclinación en toda su
vida, que la presencia cercana de aquel maduro pero jovial sacerdote haría algo
de bien a sus hijos.
Y no se equivocó en que los muchachos, ávidos de compañía a causa de la ausencia
de juventud en los alrededores, conectaron de manera inmediata con aquel ocurrente
ministro de Dios. La novedad de tener un inquilino forastero desbordó al
principio su curiosidad inocente, incluso la del introvertido Pedro. Hay que
reconocer, eso sí, cierto mérito en el páter, que siempre se esforzaba en caer
bien a los niños y no olvidaba traer algún dulce o unas chocolatinas para ellos
cuando volvía de sus zozobras legales en el pueblo. Era así que cada tarde, ambos
bajaban a la cala donde descansaba sobre la arena la barca de madera que les
había regalado su padre y sobre la que les había dejado pintar sus propios
nombres. Allí se sentaban y aguardaban hasta ver aparecer por el sendero que
lindaba con la playa la pintoresca imagen del párroco mientras regresaba del
pueblo montado con su incómoda sotana en la moderna bicicleta que había alquilado.
El padre Caetán aparecía sonriendo bobamente, los saludaba con grandes
aspavientos mientras soltaba ambas manos del manillar y ponía cara de susto fingiendo
que perdía el control. José se desternillaba. A Pedro, con el rostro impávido,
le brillaban los ojos y retorcía el cuerpo con su extraña manera de reír. -¿Tu hermano no se ríe?- fingía enfado
el párroco. –Ya sabes, No puede.- Explicaba José. Y entonces el cura miraba a
Pedro y le guiñaba un ojo. -¿No quieres
sonreír, eh? ¡Eres un caballero excesivamente formal! Tendremos que seguir haciendo payasadas hasta
que lo consigamos.- Y apoyando la bicicleta sobre la barca, se sentaba al
lado de los chicos y comenzaba a contarles
un chiste que nunca era el mismo que el del día anterior. Con frecuencia, si el
tiempo acompañaba y el padre de los muchachos les daba el visto bueno, el bueno
del cura ayudaba a los niños a introducir la barca en el agua y los tres hacían
tiempo hasta la cena pescando en las frías aguas de la ensenada.
Debió ser por aquellos días, José no era capaz de precisarlo con exactitud,
cuando la enfermedad de Pedro se agravó repentinamente. Una mañana, de manera súbita
y sin otra manifestación aparente, se encontraron con que había dejado de
hablar. Consiguieron, al principio, que contestase con leves movimientos de
cabeza a las preguntas que le hacían. De esa manera pudieron saber que no
sufría ningún tipo de dolor o sufrimiento físico. Simplemente había perdido la
capacidad de expresarse verbalmente. José lo miraba y se daba cuenta de que no se trataba sólo de
eso. Su hermano había dejado de ser transparente para él. De la noche a la
mañana había perdido la capacidad de intuir sus sentimientos. El Doctor Narváez,
que fue avisado con urgencia, lo observó minuciosamente, palpó su cabeza y su nuca,
examinó sus pupilas con detenimiento, y finalmente, con gesto preocupado, trató
de hacerles entender que, a pesar de lo que les había asegurado en ocasiones
anteriores, era infrecuente pero no imposible que una deficiencia neurológica focal
como la que sufría el niño pudiese extenderse a otra zona del cerebro y derivar
en problemas en el habla, la visión o la audición. Debían ser pacientes y estar
vigilantes durante algún tiempo para ver la evolución de los síntomas y comprobar
si se producía algún tipo de recuperación o si, por el contrario, alguna otra facultad
se veía afectada. Insistió en que cualquier tipo de variación debía serle
comunicada con carácter inmediato. En casa se decidió hacer turnos de manera
que no quedase nunca desacompañado, y el padre Caetán se ofreció a hacerse
cargo de él durante un par de horas por las mañanas, mientras José asistía a la
escuela, de tal manera que los mayores pudieran dedicarse a sus tareas. Él, un
hombre erudito, podía además aprovechar ese tiempo para explicarle las materias
que estaban trabajando en la escuela y que, de esa manera, no perdiera más el
ritmo de la clase. Aunque no podía hablar era evidente que sí podía oír y
también prestar atención. Pero los días fueron transcurriendo, y todos se
dieron cuenta de que la mejoría no llegaba y el muchacho se iba consumiendo a
los pocos. José animó al Padre a sacarlo de casa. Hagamos algo.-le dijo. –Vayamos
a pescar como hacíamos antes. Creo que no es más que tristeza.
La ventisca que en volandas se acercaba aquella tarde desde más allá del
horizonte no la habían previsto ni los más experimentados marinos de la isla. La
tarde se anunciaba tranquila cuando los dos gemelos y el párroco subieron las
cañas y el resto de los aparejos a la barca de madera y la arrastraron con
esfuerzo hacia las aguas de la ensenada. Nada hacía prever que aquel mar
tranquilo y cristalino que mecía suavemente la pequeña embarcación pudiese
llegar a convertirse de manera tan brusca y en tan breve espacio de tiempo en un
abismo. Haciendo turnos, avanzaron remando despreocupadamente durante los pocos
minutos que les llevó alcanzar el pecio en el que siempre habían probado
suerte. El Padre Caetán y José de manera completamente consciente olvidaron los
señuelos que habían echado al fondo del mar en el mismo momento en que se
recostaron y comenzaron a rememorar viejos chistes que no mucho tiempo atrás habían
hecho retorcerse de risa a Pedro. Pero era evidente que la mente del silencioso
gemelo no estaba allí. Fue un duro y amargo latigazo de salitre en la garganta lo
que anunció a José que algo gordo se avecinaba. Amarrándose a los bordes de la
barca, consiguió incorporarse con dificultad y un ventarrón frío le golpeó la
cara cortándole súbitamente la respiración. La lobreguez y desmesura que había
adquirido el océano en tan poco tiempo le produjo escalofríos. La barca se
balanceaba sin control. José, sin poder oír su propia voz, gritó al Padre que
debían regresar inmediatamente. Éste, sin conseguir entender nada de lo que
decía, trataba nerviosamente de recoger los aparejos del mar mientras José, estirado
sobre la proa, se afanaba en elevar el rizón del fondo del océano. Hizo gestos a
su hermano para que cogiese los remos y se preparase para bogar. Pedro por un
momento pareció entender lo que se le decía y asió los maderos con fuerza. José
levanto la cabeza y sonrió levemente al ver que su hermano le había entendido.
Entonces un relámpago crispó el cielo y lo dejó ciego durante unos instantes. Cuando recuperó la vista adivinó la figura de
su hermano de pié sobre la barca y desesperado le gritó que se sentara. Pero no
le hizo caso. Miraba al cielo con los ojos enrojecidos y respirando
profundamente por la nariz. En su rostro le pareció intuir una insólita sonrisa.
Entonces fijó sus inexpresivos ojos en los suyos durante un tiempo que no supo
determinar e inmediatamente giró la cabeza para dejarlos caer sobre los del sacerdote.
Repentinamente, José, comprendió lo que iba a suceder. Se incorporó de un brinco e intentó evitarlo,
pero cuando consiguió levantarse y estirar los brazos hacia él, su hermano ya
se había arrojado al agua de un salto desapareciendo instantáneamente entre la densa negrura de
la marejada. Un trueno sobre sus cabezas desgarró en ese momento sus tímpanos....
José gritó con todas sus fuerzas el nombre de su hermano. Sus desgarrados
lamentos sonaron una y otra vez entre la densa lluvia que caía sobre sus caras fundiéndose
con las gruesas lágrimas que surgían desde la desesperación más profunda.
…
Habían pasado más de veinte años y, sin embargo, cuando lo vio a través de
la malla del confesionario no tardó más de un par de segundos en darse cuenta
de quién era. Intentó disimular el sobresalto que le causó su presencia y, simulando
no haberlo reconocido, tartamudeó los latines con los que habitualmente
invitaba a la confesión. Pero del otro
lado no le llegó más que un gélido silencio. No había nada que confesar desde
aquel extremo. La quietud consumió sus nervios durante un par de minutos.
Entonces pensó que quizás lo único que esperaba era que hablase él. Dudó un
instante pero finalmente decidió abrir la boca.
Hace tiempo- dijo. -mucho
tiempo...- Su voz sonó trémula en los ecos de la capilla. –Son demasiados años ya los que han
pasado… Yo ya no soy más que un viejo ahora... Un viejo consumido y agotado… Tú,
sin embargo, estás igual que siempre… Un hombre ya, pero igual que siempre… –Del otro lado seguía sin llegar más que la
temblorosa resonancia de sus propias palabras. – Entiendo por qué has venido… Imagino que habrás leído… Si, habrás
leído… La iglesia no debió nunca meterse en política... Tú sabes que la prensa
miente… van a por nosotros… -no conseguía enlazar adecuadamente las frases- Somos un blanco apetecible ahora… No es más
que una campaña… Contra la iglesia… Contra todos nosotros… No debes creerles… Tú
sabes que yo nunca haría nada… Lo sabes…
Sabes que yo no sería capaz de hacerle
daño a nadie… - Dejó de hablar durante unos segundos en los que juntó las manos y, acercando la frente
contra ellas, pareció que iba a comenzar a rezar.- Yo no toqué a esos niños… Yo nunca he… -Interrumpió la frase sin
levantar la cabeza y tragó saliva- …Fue su enfermedad lo que lo enloqueció… yo no
tuve nada que ver... Tú lo sabes… Lo sabes de sobra... Es verdad que lo sabes… fuimos
buenos amigos entonces… ¿Recuerdas? ¿No recuerdas? Éramos buenos amigos… fueron grandes tiempos aquellos... pasamos buenos momentos en la isla… ¿Recuerdas lo mucho que reíamos?-
Entonces el sacerdote levantó la vista y buscó con esfuerzo su rostro en la
penumbra. Mantuvo así la mirada, mudo, durante unos segundos que se le
antojaron perpetuos. Y por más que se lo suplicó en silencio, José no quiso
sonreír.
El síndrome de Moebius, también conocido como Secuencia de Moebius, ó Diplejia Facial Congénita, fue descrito a finales del siglo XIX por el médico alemán Paul Julius Moebius y consiste en la parálisis congénita, desde el nacimiento, de los músculos inervados por los nervios craneales VII (Facial) y VI (Oculomotor externo ó Abducens). En algunos casos, además de los nervios VII y VI, pueden verse afectados otros nervios craneales, siendo en estos casos los mas frecuentemente afectados los nervios hipogloso (XII), vago (X), estato-acústico (VIII) y glosofaríngeo (IX). Los pacientes con s. Moebius también pueden presentar malformaciones músculoesqueléticas como pies zambos (contractura congénita de pies), oligodactilia (Falta de desarrollo ó ausencia completa de dedos de manos y/ó pies), e hipoplasia del músculo pectoral mayor (anomalía de Poland).
La prevalencia del síndrome de Moebius en España, según el estudio realizado en el Hospital La Fe de Valencia, se sitúa en 1/500.000 habitantes, y la incidencia anual estaría en 1/115.000 nacidos vivos, por lo que se puede calcular que en España nacen cada año 3 ó 4 niños con síndrome de Moebius y podrían existir alrededor de un total de 200-220 personas con s. Moebius en toda España. Estas cifras hacen que el s. Moebius entre dentro de la categoría de las llamadas enfermedades raras ó poco frecuentes, un área que las autoridades sanitarias de la Comunidad Europea han considerado que precisa atención preferente.
El síndrome de Moebius, también conocido como Secuencia de Moebius, ó Diplejia Facial Congénita, fue descrito a finales del siglo XIX por el médico alemán Paul Julius Moebius y consiste en la parálisis congénita, desde el nacimiento, de los músculos inervados por los nervios craneales VII (Facial) y VI (Oculomotor externo ó Abducens). En algunos casos, además de los nervios VII y VI, pueden verse afectados otros nervios craneales, siendo en estos casos los mas frecuentemente afectados los nervios hipogloso (XII), vago (X), estato-acústico (VIII) y glosofaríngeo (IX). Los pacientes con s. Moebius también pueden presentar malformaciones músculoesqueléticas como pies zambos (contractura congénita de pies), oligodactilia (Falta de desarrollo ó ausencia completa de dedos de manos y/ó pies), e hipoplasia del músculo pectoral mayor (anomalía de Poland).
La prevalencia del síndrome de Moebius en España, según el estudio realizado en el Hospital La Fe de Valencia, se sitúa en 1/500.000 habitantes, y la incidencia anual estaría en 1/115.000 nacidos vivos, por lo que se puede calcular que en España nacen cada año 3 ó 4 niños con síndrome de Moebius y podrían existir alrededor de un total de 200-220 personas con s. Moebius en toda España. Estas cifras hacen que el s. Moebius entre dentro de la categoría de las llamadas enfermedades raras ó poco frecuentes, un área que las autoridades sanitarias de la Comunidad Europea han considerado que precisa atención preferente.