25 de noviembre de 2013

La secuencia de Moebius

 



 

Jean Roald - "Síndromes y Secuencias"

 
 

LA SECUENCIA DE MOEBIUS

Y por más que se lo suplicó en silencio, él no quiso sonreír. Se limitó a sostenerle la mirada. El rigor del rostro tenuemente difuminado en la penumbra. La mandíbula tensa. Los ojos inyectados. El dedo firme sobre el gatillo. El centelleo de los últimos rayos del atardecer se escurría con dificultad por los tragaluces enrejados de la capilla cuando se oyó una sorda detonación. Una amarga exhalación de pólvora invadió sus ventanas nasales durante un breve instante e inmediatamente se diluyó entre los densos vahos de incienso que inundaban el interior de la iglesia de San Teotonio de Valença.
...
Como ya se tiene comentado en algún otro lugar, el impredecible carácter de los habitantes de las Berlengas es una realidad que se pierde en una nebulosa de siglos inexplorados y que, lejos de responder a insulares circunstancias como la incomunicación o el apartamiento,  encuentra su justificación más apropiada en el mestizaje de las estirpes de pioneros marinos árabes, vikingos y romanos que se fueron asentando sucesivamente en las islas. Los corsarios moriscos así como europeos que la asolaron en tiempos algo más recientes no hicieron sino verter un tanto más de confusión en el pandemónium genético de unos berlengueses que ya, de propia naturaleza, habían resultado históricamente agrestes y cambiantes. La Isla de Saturno, como había tenido el capricho de bautizarla la Roma clásica, era y es un pedazo de tierra fértil y montañosa interpuesta a las nortadas que provoca el anticiclón de las Azores en su camino hacia las costas del norte de Lisboa. Un islote de composición geológica drásticamente diferenciada de la no lejana costa de Peniche, de la cual se ha mantenido durante toda su existencia a la aséptica distancia de seis millas náuticas. Trecho marítimo que no es insalvable en absoluto, pero sí lo suficientemente vasto y encrespado como para haber permitido al archipiélago mantener controlada la afluencia de turistas durante largos años de su historia contemporánea. No fue, de hecho, hasta finales de los años setenta del siglo pasado que, al ritmo marcado por la codicia de otros soleados territorios lusos, sucumbió sin remedio al pútrido encanto del ladrillo y la libra esterlina.
Pocos años antes de que eso sucediera vinieron a la isla y al mundo los mellizos José y Pedro Carboeira. Los vástagos de Nuno Moura, farero de Berlenga Mayor, y de María Carboeira tuvieron por costumbre, podríamos sostener que de manera innata y perenne, el no haber dejado nunca a nadie indiferente. Tales fueron las diferencias que existieron siempre entre ellos que con dificultad se podría argumentar no ya la existencia del vínculo fraternal que biológicamente existía entre ambos, sino meramente refrendar su pertenencia a una misma especie. Son, de hecho, los cinco testigos de aquel doble alumbramiento los únicos seres que se atreverían a jurar ante un tribunal que aquellas dos criaturas procedían de una misma matriz. La sangre sarracena que portaba José, el mayor desde el punto de vista legal, aparte de constituir una evidencia difícilmente refutable era consecuencia directa de la herencia genética recibida por y de su padre, con el que compartía la tez morena, el cabello crespo y terroso, la mirada de miel y una dentadura luminosa y desmedida. El aspecto físico de Pedro respondía, sin embargo, a conexiones atávicas un tanto más fortuitas e impensadas: el pelo rubio desvaído, los ojos de un azul pálido inédito en el cielo de la  isla, el mentón poderoso y unos dientes minúsculos y severamente separados, evocaban memorias ya perdidas en aquellas costas en torno a drakkars normandos sobre el horizonte de la ensenada. Todos recordaban que no había sido necesario el paso de muchas semanas desde su nacimiento para que María, la madre de ambos, advirtiera que algo no era del todo corriente en el segundo de sus hijos. Al principio, cuando todavía atraía demasiado la atención lo septentrional de su fisonomía, no se le dio demasiada importancia a su semblante rígido, demasiado impasible incluso para un lactante. Fue el paso del tiempo quién hizo que, sumados a aquel extraño entumecimiento facial, comenzaran a ponerse de manifiesto otros problemas un tanto más preocupantes en la vida cotidiana del pequeño. Llegado el momento de los primeros sólidos, por ejemplo, produjo profunda inquietud descubrir que Pedro  parecía no disfrutar de la comida. No se trataba de una simple inapetencia de los alimentos en sí, sino que, más bien, era el propio acto de comer, la mecánica de la masticación, lo que parecía resultarle terriblemente afanoso.
Con lógica preocupación de padres primerizos Nuno y María recurrieron a la ayuda médica. Consultado el licenciado D. Manuel Narváez, el más reputado doctor residente en el archipiélago, diagnosticó con un ligero carraspeo desde detrás de su gigantesco habano que no iba a ser fácil descubrir el origen de los extraños síntomas de su paciente. Arrastrado, sin embargo, por una puntillosa curiosidad profesional y tras varios meses de investigación y consultas a especialistas de la capital, acabó por presentarse un buen día en la casa anexa al faro para dar a la familia Carboeira una explicación clínica a la insólita tirantez facial del pequeño. Según aseveraban los informes enviados desde Lisboa, les anunció solemnemente con los pulgares introducidos en los bolsillos de su chaleco dorado, dos importantes nervios del cráneo de Pedro se veían afectados por una dolencia vagamente documentada y con un nombre que nadie supo retener en la memoria. La patología en cuestión resultaba ser extraordinariamente infrecuente y, por desgracia, hasta el momento no se le había encontrado remedio. No debían, trató de tranquilizar el doctor a la familia, angustiarse demasiado por la posible aparición de algún otro tipo de inconvenientes diferentes a los ya manifestados. Aunque, como era lógico,  debería hacerse un seguimiento rutinario de su evolución, no se veía ninguna otra zona neurológica afectada y por tanto, les aseguró, el niño disfrutaría con bastante seguridad de un desarrollo intelectual perfectamente ordinario. Digamos, resumió el doctor, que nadie había visto nunca sonreír a Pedro y nadie podría llegar a verlo jamás, pero por lo demás y de momento, podían estar todo lo alegres que la vida les permitiese estarlo.
De esta manera, si la disparidad en el aspecto físico de los muchachos había resultado extremadamente singular hasta entonces, una vez que se dibujaron los primeros trazos de su personalidad fue cuando comenzó a despuntar la más notable de sus desemejanzas. Pasaron breves años y en la casa se vio compensada la falta de expresividad de su mellizo con la explosiva elocuencia y el carácter insólitamente abierto de José. Una sonrisa perpetua y estridentes carcajadas anunciaban su presencia adonde quiera que fuese. Y allá adonde él iba, si se hacía un pequeño esfuerzo de atención, se podía ver al albino y diminuto Pedro, que callado e inexpresivo se escondía tras su figura. Siempre un tanto apartado y esquivo. A pesar de lo garantizado por el licenciado Narváez, su arisco comportamiento y sus problemas con el lenguaje oral hicieron suponer a todo el mundo un cierto grado de retraso intelectual. Era José el único que alcanzaba a comprender que la inteligencia de Pedro podía considerarse a la altura de la suya propia y que no era más que la constatación de ser distinto a los demás, así como la extraña manera en que pronunciaba las palabras, lo que lo había convertido en un muchacho retraído y algo huidizo. De una manera explicable sólo en este tipo de consanguinidades, José, como si estuviese en poder de la facultad de observar directamente en  la conciencia de su gemelo, nunca había necesitado del lenguaje gestual para comprender en cada momento lo que aquel sentía. No podía explicar con palabras como alcanzaba a saberlo, pero él era completamente feliz porque vivía en la tranquilidad de que Pedro, a su manera, también lo era.
Acababan los pequeños de estrenar la década cuando, un caluroso mes de junio,  se presentó en la isla el Padre Caetán con la determinación de resolver ciertas disputas económicas y morales que mantenía la iglesia con los entonces propietarios del Monasterio de la Misericordia. El majestuoso edificio de piedra, que había sido erigido en la edad media por la Orden de San Jerónimo con el propósito de ofrecer auxilio a la navegación, había sido puesto a la venta por el obispado no hacía muchos años y los actuales dueños, que con visionaria iniciativa regían un restaurante en la misma construcción, habían incumplido, según sostenía con vehemencia el propio Padre Caetán, una serie de cláusulas rígidamente establecidas por la iglesia en el contrato de compra-venta. Tras una delicada primera toma de contacto se pudo comprobar que la cuestión no iba a tener una solución inmediata, por lo que desde el obispado de Leiría se le ordenó buscar acomodo en la isla y no regresar hasta haber dejado el asunto resuelto y los dineros ingresados. De tal manera que, escapando de los banales hoteles levantados a raíz de la incipiente fiebre del turismo, y tras pedir consejo al párroco local, el sacerdote acabó por solicitar a Nuno Moura permiso para alojarse en uno de los pequeños apartamentos –así  los denominó- anexos al faro. La constante modernización de la ingeniería naval, que había permitido la automatización progresiva de las luminarias, había provocado también una radical reducción del personal necesario para mantener su funcionamiento. Como resultado de ello, de los edificios diseñados y construidos a mediados del siglo diecinueve para dar cobijo a los fareros de las Berlengas y sus familias, sólo los Carboeira hacían por entonces uso de uno de ellos. El resto de las viviendas se encontraban deshabitadas desde hacía más de un lustro. Como cabía esperar, el propósito del capellán no halló mayor oposición en la familia. Además de la pequeña cuantía pecuniaria que se había comprometido a aportar el páter como compensación a las molestias que pudiera causar, Nuno consideró, pese a no haber mostrado piadosa inclinación en toda su vida, que la presencia cercana de aquel maduro pero jovial sacerdote haría algo de bien a sus hijos.
Y no se equivocó en que los muchachos, ávidos de compañía a causa de la ausencia de juventud en los alrededores, conectaron de manera inmediata con aquel ocurrente ministro de Dios. La novedad de tener un inquilino forastero desbordó al principio su curiosidad inocente, incluso la del introvertido Pedro. Hay que reconocer, eso sí, cierto mérito en el páter, que siempre se esforzaba en caer bien a los niños y no olvidaba traer algún dulce o unas chocolatinas para ellos cuando volvía de sus zozobras legales en el pueblo. Era así que cada tarde, ambos bajaban a la cala donde descansaba sobre la arena la barca de madera que les había regalado su padre y sobre la que les había dejado pintar sus propios nombres. Allí se sentaban y aguardaban hasta ver aparecer por el sendero que lindaba con la playa la pintoresca imagen del párroco mientras regresaba del pueblo montado con su incómoda sotana en la moderna bicicleta que había alquilado. El padre Caetán aparecía sonriendo bobamente, los saludaba con grandes aspavientos mientras soltaba ambas manos del manillar y ponía cara de susto fingiendo que perdía el control. José se desternillaba. A Pedro, con el rostro impávido, le brillaban los ojos y retorcía el cuerpo con su extraña manera de reír. -¿Tu hermano no se ríe?- fingía enfado el párroco. –Ya sabes, No puede.-  Explicaba José. Y entonces el cura miraba a Pedro y le guiñaba un ojo. -¿No quieres sonreír, eh? ¡Eres un caballero excesivamente formal!  Tendremos que seguir haciendo payasadas hasta que lo consigamos.- Y apoyando la bicicleta sobre la barca, se sentaba al lado de los chicos y comenzaba a  contarles un chiste que nunca era el mismo que el del día anterior. Con frecuencia, si el tiempo acompañaba y el padre de los muchachos les daba el visto bueno, el bueno del cura ayudaba a los niños a introducir la barca en el agua y los tres hacían tiempo hasta la cena pescando en las frías aguas de la ensenada.
Debió ser por aquellos días, José no era capaz de precisarlo con exactitud, cuando la enfermedad de Pedro se agravó repentinamente. Una mañana, de manera súbita y sin otra manifestación aparente, se encontraron con que había dejado de hablar. Consiguieron, al principio, que contestase con leves movimientos de cabeza a las preguntas que le hacían. De esa manera pudieron saber que no sufría ningún tipo de dolor o sufrimiento físico. Simplemente había perdido la capacidad de expresarse verbalmente. José lo miraba  y se daba cuenta de que no se trataba sólo de eso. Su hermano había dejado de ser transparente para él. De la noche a la mañana había perdido la capacidad de intuir sus sentimientos. El Doctor Narváez, que fue avisado con urgencia, lo observó minuciosamente, palpó su cabeza y su nuca, examinó sus pupilas con detenimiento, y finalmente, con gesto preocupado, trató de hacerles entender que, a pesar de lo que les había asegurado en ocasiones anteriores, era infrecuente pero no imposible que una deficiencia neurológica focal como la que sufría el niño pudiese extenderse a otra zona del cerebro y derivar en problemas en el habla, la visión o la audición. Debían ser pacientes y estar vigilantes durante algún tiempo para ver la evolución de los síntomas y comprobar si se producía algún tipo de recuperación o si, por el contrario, alguna otra facultad se veía afectada. Insistió en que cualquier tipo de variación debía serle comunicada con carácter inmediato. En casa se decidió hacer turnos de manera que no quedase nunca desacompañado, y el padre Caetán se ofreció a hacerse cargo de él durante un par de horas por las mañanas, mientras José asistía a la escuela, de tal manera que los mayores pudieran dedicarse a sus tareas. Él, un hombre erudito, podía además aprovechar ese tiempo para explicarle las materias que estaban trabajando en la escuela y que, de esa manera, no perdiera más el ritmo de la clase. Aunque no podía hablar era evidente que sí podía oír y también prestar atención. Pero los días fueron transcurriendo, y todos se dieron cuenta de que la mejoría no llegaba y el muchacho se iba consumiendo a los pocos. José animó al Padre a sacarlo de casa. Hagamos algo.-le dijo. –Vayamos a pescar como hacíamos antes. Creo que no es más que tristeza.
La ventisca que en volandas se acercaba aquella tarde desde más allá del horizonte no la habían previsto ni los más experimentados marinos de la isla. La tarde se anunciaba tranquila cuando los dos gemelos y el párroco subieron las cañas y el resto de los aparejos a la barca de madera y la arrastraron con esfuerzo hacia las aguas de la ensenada. Nada hacía prever que aquel mar tranquilo y cristalino que mecía suavemente la pequeña embarcación pudiese llegar a convertirse de manera tan brusca y en tan breve espacio de tiempo en un abismo. Haciendo turnos, avanzaron remando despreocupadamente durante los pocos minutos que les llevó alcanzar el pecio en el que siempre habían probado suerte. El Padre Caetán y José de manera completamente consciente olvidaron los señuelos que habían echado al fondo del mar en el mismo momento en que se recostaron y comenzaron a rememorar viejos chistes que no mucho tiempo atrás habían hecho retorcerse de risa a Pedro. Pero era evidente que la mente del silencioso gemelo no estaba allí. Fue un duro y amargo latigazo de salitre en la garganta lo que anunció a José que algo gordo se avecinaba. Amarrándose a los bordes de la barca, consiguió incorporarse con dificultad y un ventarrón frío le golpeó la cara cortándole súbitamente la respiración. La lobreguez y desmesura que había adquirido el océano en tan poco tiempo le produjo escalofríos. La barca se balanceaba sin control. José, sin poder oír su propia voz, gritó al Padre que debían regresar inmediatamente. Éste, sin conseguir entender nada de lo que decía, trataba nerviosamente de recoger los aparejos del mar mientras José, estirado sobre la proa, se afanaba en elevar el rizón del fondo del océano. Hizo gestos a su hermano para que cogiese los remos y se preparase para bogar. Pedro por un momento pareció entender lo que se le decía y asió los maderos con fuerza. José levanto la cabeza y sonrió levemente al ver que su hermano le había entendido. Entonces un relámpago crispó el cielo y lo dejó ciego durante unos instantes.  Cuando recuperó la vista adivinó la figura de su hermano de pié sobre la barca y desesperado le gritó que se sentara. Pero no le hizo caso. Miraba al cielo con los ojos enrojecidos y respirando profundamente por la nariz. En su rostro le pareció intuir una insólita sonrisa. Entonces fijó sus inexpresivos ojos en los suyos durante un tiempo que no supo determinar e inmediatamente giró la cabeza para dejarlos caer sobre los del sacerdote. Repentinamente, José, comprendió lo que iba a suceder. Se incorporó de un brinco e intentó evitarlo, pero cuando consiguió levantarse y estirar los brazos hacia él, su hermano ya se había arrojado al agua de un salto desapareciendo instantáneamente entre la densa negrura de la marejada. Un trueno sobre sus cabezas desgarró en ese momento sus tímpanos.... José gritó con todas sus fuerzas el nombre de su hermano. Sus desgarrados lamentos sonaron una y otra vez entre la densa lluvia que caía sobre sus caras fundiéndose con las gruesas lágrimas que surgían desde la desesperación más profunda.
 
Habían pasado más de veinte años y, sin embargo, cuando lo vio a través de la malla del confesionario no tardó más de un par de segundos en darse cuenta de quién era. Intentó disimular el sobresalto que le causó su presencia y, simulando no haberlo reconocido, tartamudeó los latines con los que habitualmente invitaba a la confesión.  Pero del otro lado no le llegó más que un gélido silencio. No había nada que confesar desde aquel extremo. La quietud consumió sus nervios durante un par de minutos. Entonces pensó que quizás lo único que esperaba era que hablase él. Dudó un instante pero finalmente decidió abrir la boca.
Hace tiempo- dijo. -mucho tiempo...- Su voz sonó trémula en los ecos de la capilla. –Son demasiados años ya los que han pasado… Yo ya no soy más que un viejo ahora... Un viejo consumido y agotado… Tú, sin embargo, estás igual que siempre… Un hombre ya, pero igual que siempre…  Del otro lado seguía sin llegar más que la temblorosa resonancia de sus propias palabras. – Entiendo por qué has venido… Imagino que habrás leído… Si, habrás leído… La iglesia no debió nunca meterse en política... Tú sabes que la prensa miente… van a por nosotros… -no conseguía enlazar adecuadamente las frases- Somos un blanco apetecible ahora… No es más que una campaña… Contra la iglesia… Contra todos nosotros… No debes creerles… Tú sabes que yo nunca haría nada…  Lo sabes…  Sabes que yo no sería capaz de hacerle daño a nadie… - Dejó de hablar durante unos segundos en los que juntó las manos y, acercando la frente contra ellas, pareció que iba a comenzar a rezar.- Yo no toqué a esos niños… Yo nunca he… -Interrumpió la frase sin levantar la cabeza y tragó saliva-  …Fue su enfermedad lo que lo enloqueció… yo no tuve nada que ver... Tú lo sabes… Lo sabes de sobra... Es verdad que lo sabes… fuimos buenos amigos entonces… ¿Recuerdas? ¿No recuerdas? Éramos buenos amigos…  fueron grandes tiempos aquellos... pasamos buenos momentos en la isla… ¿Recuerdas lo mucho que reíamos?- Entonces el sacerdote levantó la vista y buscó con esfuerzo su rostro en la penumbra. Mantuvo así la mirada, mudo, durante unos segundos que se le antojaron perpetuos. Y por más que se lo suplicó en silencio, José no quiso sonreír.





El síndrome de Moebius, también conocido como Secuencia de Moebius, ó Diplejia Facial Congénita, fue descrito a finales del siglo XIX por el médico alemán Paul Julius Moebius y consiste en la parálisis congénita, desde el nacimiento, de los músculos inervados por los nervios craneales VII (Facial) y VI (Oculomotor externo ó Abducens). En algunos casos, además de los nervios VII y VI, pueden verse afectados otros nervios craneales, siendo en estos casos los mas frecuentemente afectados los nervios hipogloso (XII), vago (X), estato-acústico (VIII) y glosofaríngeo (IX). Los pacientes con s. Moebius también pueden presentar malformaciones músculoesqueléticas como pies zambos (contractura congénita de pies), oligodactilia (Falta de desarrollo ó ausencia completa de dedos de manos y/ó pies), e hipoplasia del músculo pectoral mayor (anomalía de Poland).

La prevalencia del síndrome de Moebius en España, según el estudio realizado en el Hospital La Fe de Valencia, se sitúa en 1/500.000 habitantes, y la incidencia anual estaría en 1/115.000 nacidos vivos, por lo que se puede calcular que en España nacen cada año 3 ó 4 niños con síndrome de Moebius y podrían existir alrededor de un total de 200-220 personas con s. Moebius en toda España. Estas cifras hacen que el s. Moebius entre dentro de la categoría de las llamadas enfermedades raras ó poco frecuentes, un área que las autoridades sanitarias de la Comunidad Europea han considerado que precisa atención preferente. 
 


18 de noviembre de 2013

Todo Espinas






Anja Del'Or - Relatos y otras crisis.

 
TODO ESPINAS

¡Uf, por fin me siento! Joder, qué agotamiento. Menuda semanita… El Director General. Cuando el payaso de Portela me dijo que tenía que subir a su despacho creí que me estaba tomando el pelo. Pero mira, al menos, así estoy sentada un rato que ya me lo iba mereciendo. ¡Ah, qué descanso! Total, que qué me va a decir. Si es que me da igual lo que diga. Qué le den. Al Director General y a su puñetera madre. Que les den a todos. Aunque, eso sí, lo mínimo habernos llamado a las dos. Porque la cadena la paré yo, pero la culpa fue de ella. Como siempre. ¡Coño, revisa que las piezas entren limpias! Nada. Todo espinas. Se lo tengo dicho miles de veces a Portela y el idiota este digo yo que lo sabrá. Entre ellos hablarán... o sabe dios. Si ya la conoce todo el mundo, además. Pero claro, ella entró como entró. No sé para qué coño hay jefes. Bah, al final lo de siempre, los últimos monos pagando los platos rotos. La última mona. Pues como a ella no la hagan subir, monto un pollo. Este marrón no me lo como sola. Vamos. A estas alturas de la película…  Joder, cómo me duelen hoy las piernas… Y como no venga pronto este gilipollas… yo hoy no hago ni un minuto de más. ¿Hoy? Imposible. Cuando nos paguen las horas que nos deben que me llamen, ¿pero mientras? ni un minuto… ay, no puedo olvidar la tintorería antes del cole. Aunque, a lo mejor, después… espera, no, no, después nada. Se deben creer que somos todos funcionarios. Ya ves. A ver, la tintorería cierra a las ocho. Lo del profe es a las seis. Bah, pero si después quiero pasar por el súper… Nada, qué va, no me va a dar tiempo. Pues antes a ver… y lo del súper de hoy no pasa: yogures, fruta… ¡Leche! Imposible, tengo que ir al salir de aquí. Pero entonces no puedo pasar antes por casa. Joder, qué asco ir con esta peste a morralla. Mierda de fábrica. Al final no me va a quedar más remedio. Total, para lo que me va a decir el profe tampoco voy a ir oliendo a rosas. Que se joda y huela la mierda del pescado. Lo de la niña empieza a ser preocupante, sí. Pero, coño, hacemos lo que podemos. Y él lo sabe. Y la mierda de sicólogo que nos recomendó. Ya le vale. Irán a medias. Trescientos euros a la basura. Lo que yo digo: todos funcionarios. Nos venían ahora que ni pintados. Pues no, en la mierda del sicólogo… y sin factura. Y la verdad es que la nena está imposible. ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Qué voy a hacer YO con ella? Porque Marcos… ya ves. Ni que no fuera suya. Y eso que sale a su familia, más claro agua… Lo mismito que su hermano. Nada, como siempre me toca a mí apechugar. Es que a veces parece idiota, joder. Qué problema tendrá en acercarse él. Si le queda al lado. Y para lo que estará haciendo, además. No, pero él con lo de la niña, no. El señorito eso no. Es superior a él. Uf, y yo tengo que dejar de gritarle a la nena. No puedo perder los papeles de esa manera. Pero claro, si él pusiera un poco de mano dura. La de esta mañana buena fue. Menuda perra amarró. Es que cómo no le voy a gritar. Mira que se lo tengo dicho: ¡Por las mañanas no! ¡Diligencia! ¡Por las mañanas diligencia! ¡Que los mayores tenemos cosas que hacer! Pues nada, igual que siempre. Enviciada con la mierda de la maquinita. Pero se acabó. Como si no nos llegara con la que tiene montada en el cole. Y ahora, claro, el Nano también enganchado. No, pero con el Nano no vamos a cometer los mismos errores. En guante de seda pero mano dura. O como se diga. Y si Marcos no se implica me da lo mismo. Con gritarle a una me llega. Y con un sicólogo, vamos, lo que nos faltaba. Tirar el dinero con otro inútil. Al Nano no. Se le explican las cosas, pero sin gritos. Mano de acero, ¿no? Sí, eso era: mano de acero en guante de seda. Hala, ya se llevó el viento otra de las pancartas. Tanto trabajo para nada. Bueno, para que al final salven el culo los mamarrachos estos. Lo de siempre. Nos mojamos unos para que otros vivan con el culito bien seco. Porque éste mira tú… menudo despacho se gasta. Y la prensa abierta encima de la mesa. Si es que se desloman trabajando. ¡Uf, y a mí las piernas como me duelen! …pero del Nano vamos a hacer algo de provecho. Él está hecho de otra pasta. Tengo que dedicarle un poquito más de tiempo. Solo es eso. Un poquito más. Y de paciencia, claro. Él no es como la niña. Es más reflexivo. Pero con esta mierda de trabajo. Qué carajo. No tengo tiempo ni para mí… Y este hombre… ¿es que va a tenerme a aquí toda la mañana? No me jodas. Yo a las cinco y media recojo y si el lote no se termina pues que se arreglen los del siguiente turno. Aquí perdiendo el tiempo. Como una idiota. Me daban ganas de coger el periódico de su mesa y que me pillase leyéndolo cuando entrase. Le daba algo al imbécil. También Portela menudo elemento. A qué viene haberle dicho nada. Con la boquita cerrada más guapo habría estado. Y la noche de la cena más todavía. Aunque ahí no era él quien hablaba. Eran los gin-tonics. Anda que se entera Marcos y le parte la cara. Y él lo sabe. ¡Joder, que son amigos! Porque estaban allí todos si no se iba a enterar. No le monté la escena porque no está el horno para bollos. ¡Puñetero imbécil! Si tan enamorado estaba que me lo hubiera dicho entonces. Que le hubiese echado huevos. No ahora. ¿Ahora?, ¿casada con Marcos? Y con los nenes. Vamos, Portelita, sí. Aquí, además. Como si esto fuera Nueva York. Pero ¿qué se cree? ¿Que estamos en una película de Woody Allen? A este se le ha derretido el cerebro. ¿Qué si no me gustaba? Pues, sí. Claro que me gustabas, gilipollas. Me derretía por ti. Si me lo hubieras pedido me hubiese largado contigo a la Conchinchina. Pero la pregunta llega quince años tarde. Te hubieras bebido los gin-tonics entonces. Pero antes no bebías. No. Eras un deportista. De élite, no te jode. Menudo imbécil. No voy yo a otra cena de trabajo… vamos. ¡Se entera Marcos! Marcos. Ese. Otro con la sesera derretida. Dónde tiene la cabeza este hombre. Joder, la cosa está difícil para todo el mundo. Decirle que no al viejo. Lo que le ofrece no está mal. No del todo. Que iba a acabar loco. Que con su padre no puede. Claro, yo aquí vengo a bailar, no te jode. Me encanta a mí vivir oliendo así. Con esta peste. Que parezco una sardinilla. Joder, hay que sacrificarse un poco. El viejo lo iba a putear, claro, pero el mes que viene ¿qué? Como si pensara que no va a llegar el mes que viene. ¿No ve que se nos acaba su paro? Es que es la leche… Y a ver qué coño hacemos entonces. El mes que viene. Porque con lo mío vamos buenos. Lo mío y la pensión de mamá: La hipoteca y poco más. ¡Uf, yo voy a tener que poner unas medias de compresión! Yo no puedo con este dolor de piernas... Joder, ¿pero este tipo no llegará de una vez? Bueno, mientras esté aquí sentadita... Y otra… si no se gastara la pasta… Pero es que tiene narices. Yo porque ya no lo calculo. Prefiero mirar para otro lado. Mejor ni pensarlo. Pero, ¿cuánto se le va en tabaco? Del bar ya no digo nada. Porque supongo que Charles lo invitará muchas veces. ¿Pero el tabaco? Eso no se lo paga ni dios. Eso seguro. ¡Diez pitillos, dice! No se lo cree ni él. Diez ya se los ventiló por la mañana. Joder, y la nena sin zapatos. Pero dile tú algo. Se pone como una fiera. ¿Qué zapatos llevó hoy la niña, por cierto? Ah, los tenis beige. Tengo que pegarles la suela... No puedo olvidar lo de la tintorería... Y menos mal que con el Nano vamos arreglando con lo que nos da mi hermana. Que si no. Íbamos buenos si tuviéramos que comprar ropa para los dos. Ya te digo. Desnudos iban. Y porque voy apañando con lo que me va dando el viejo para los niños. Que se entera Marcos y me mata. A mí y al viejo. Nos mata a todos. Pero, cojones, haz algo de tu vida. Cómo quieres que salgamos adelante si te quedas ahí esperando que la vida te dé hostias por todos lados. ¡Espabila, coño! Y lo del bar que si es por no aguantar a mamá. Pues la mandamos a un asilo, compañero. Como nos sobra el dinero. El día que nos falte ella también a ver qué hacemos. Sin la pensión. Porque mucho no es, pero mamá tampoco supone ningún gasto. Para lo que come y lo que hace… Qué es un poco pesada… Qué no para de meterse en todo… ¡Es una vieja, coño! Al menos no hay que cambiarla ni cargar con ella. El día que se cague encima. Otro cantar. Pero ¿ahora? Como un pajarito. Cuando nos falte qué se yo. Haré un par de casas al salir de aquí. Tal como tengo las piernas… Lo que necesitaba. Ah, parece que ahora bajó un poco la inflamación. Estar sentada me viene bien… Pero este hombre, qué coño… Y digo yo que por la tontería esa con la inútil de Merceditas que me llame el Director General, manda narices. Que tampoco es para tanto. Perdimos un día. Ya. Por su culpa. Más tiempo perdemos con las decisiones del tonto de Portela. Porque la última que armó con los turnos… No me jodas. Eso pasa por poner ahí al único sin estudios. Que manda huevos. En cadena todos con carrera y el tonto del capirote: el jefe… eso sí, grandísimo ciclista. Gran mérito haber corrido en el equipo de la empresa. Así va el país. Después cuando vienen los problemas… ¿nos ponemos a pedalear? Vamos, no me jodas. El Portelita de las narices. Si es que te digo yo que sin jefes nos iría mejor. Joder, nos íbamos a arreglar de maravilla. Sin jefes y sin la zorra de la Merceditas. Todo orden y limpieza. Vamos, no me digas que no. Se jodían unos pocos… Pero saldría mucha más gente ganando. Si en los ERES se cepillaran a los jefes y no a los… ¡ JODER! Me cago hasta en la… no puede ser… pero claro… vamos, claro… si es que soy una idiota… ¡qué idiota!... es por el puto ERE… es por eso, claro… no me iba a llamar el puto Director General por la tontería del otro día… pero qué imbécil soy… no me lo puedo creer… claro, que es por eso… me han hecho subir para darme la papeleta y decirme que estoy fuera… serán cabrones… ¡serán hijos de puta!… no me lo puedo creer… joder, ¿y me la van a dar a mí y a la Merceditas no? No puedo creérmelo, no puede ser. La enchufada de los…  A que fue el imbécil del Portela… ¡Será capullo!… ¡mierda, mierda, mierda y mierda! ¿Por haberlo mandado a freír puñetas en la cena? No me lo puedo creer. Pero qué te juegas a que fue él. Sí, sí, claro. Estas cosas las deciden los mandos, no el Director General. Este ni nos conoce. ¡Yo alucino!. Y en personal… ¿para qué coño les pagan? Joder, ¿Ellos no dicen nada? Por antigüedad no me toca. Joder, y ahora que estábamos saliendo de la crisis. ¿O no? ¿O No nos decían que estuviéramos tranquilos? Que la cosa se había estabilizado. Vamos, joder, menudo momentazo para irse a la calle. ¿Y me lo van a decir así? ¿en serio? Me lo va a soltar el puto Director General a la cara. Si se creen que así me voy a achantar, van buenos. Estos no saben con quién están jugando. No, no. Joder, no puede ser. Y sin representante sindical ni leches. Bah, esos mejor que ni estén delante. Para lo que hacen. Hay que joderse. Hay que rejoderse con el puto ERE. Y este hombre, qué coño, me va a tener esperando aquí más tiempo… no, no, vamos. ¿Estará ahí dentro? Vamos, yo voy a llamarlo. A mí no me tiene aquí agonizando más tiempo. Comiéndome el coco. ¿Eso qué será? ¿El baño? Oiga, ¿hay alguien ahí? ¡Qué coño! No contesta nadie. ¡Oiga! Pues si está meando me da igual. Oig… Joder, ¿qué es eso?... ¿qué coño? ¡Hostias, unas piernas colgando! ¡Hostias! ¡Ayuda! ¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Que alguien me eche una mano!

11 de noviembre de 2013

Un verso suelto

 




Un verso suelto - Aldo Ajner

Introducción a la decimosexta edición

Creo que por entonces yo ya había publicado mi tercera novela La amargura del auriga y era muy infrecuente verme participar en actos públicos. Procuraba someterme únicamente a las apariciones a las que me obligaba mi editor, que, aunque pocas, eran más de las que yo deseaba. Sin embargo, fue Colina, un buen amigo, quien durante una de nuestras tardes de oporto y filosofeo había sugerido que hablase en aquel acto. A Colina no se le negaba nada. Nos habíamos jurado recíprocamente no escribir nunca nuestros nombres en una dedicatoria, y ambos lo habíamos respetado. Pero la nuestra era una de esas amistades que se forjan entre humos narcóticos en la necedad de la juventud, cuando todavía se está configurando el intelecto y se comparten bobas pasiones que duran lo mismo que dura la eternidad. Éramos, por tanto, amigos en el sentido magno de la palabra. De esos a los que, a pesar de los años de ausencia o de la distancia, nunca mentas en pretérito: Tengo un amigo. Como os decía, había asistido por sugerencia de mi colega y la verdad es que, como era costumbre en mí, no llevaba nada preparado. La novela se había vendido bien. Había tenido una aceptable acogida por parte de la crítica y se había traducido a cinco idiomas. Digamos que tenía tema suficiente del qué hablar como para perder el tiempo metiéndome en el corsé de una charla escrita. Debo confesar también que como buen vago siempre me he dejado caer hacia el lado de la improvisación. O tal vez sea esa cierta capacidad para inventar sobre la marcha la que ha hecho que nunca, ni siquiera hoy, haya sido un trabajador demasiado devoto. El caso es que me presenté en el Paraninfo del Centro de Iniciativas Culturales sin nada nuevo que decir y poco viejo que aportar. Apenas lo exiguo que se exponía en la contraportada de cualquiera de mis novelas: que había nacido, crecido y “escribido” (una broma íntima entre Colina y yo). Y es completamente cierto que no había mucho más. Así que, aprovechando que el auditorio estaba formado mayoritariamente por jóvenes estudiantes de literatura y que últimamente se había hablado bastante de mis novelas en los medios, centré mi discurso en la compleja evolución de la psicología de Bermúdez, protagonista de “La amargura…”. A medida que avanzaba en mi digresión, fui siendo consciente de que el silencio se había hecho con la sala, y quise entender que era porque el auditorio disfrutaba de mis palabras. Eso, o la presencia de Colina y los oportos que acabábamos de compartir en el bar, hicieron que me sintiese íntimamente confortable. Fuese por una cosa o por otra, el caso es que, como si de una de aquellas filosofales tardes se tratase, derribé inconscientemente los prejuicios que obstaculizan la conexión entre cerebro y lengua y cuando me di cuenta llevaba ya un rato largo hablando distendidamente sobre las tragedias de Shakespeare. Me dio vergüenza el atrevimiento. Sobre todo teniendo en cuenta el nivel del auditorio. Para los que no lo sepan: mi formación académica es inexistente. A nivel superior me refiero. Es decir, nunca estudié (formalmente, ya me entendéis) el teatro del Bardo de Avon ni de ningún otro bardo que se os pueda ocurrir. Poseo algún conocimiento, es cierto, porque he leído y presenciado sus obras como las de muchos otros pero, como solía bromear, en lo que se refiere a la literatura mi camino lo había viajado en dos autos distintos: el autodidactismo y la autoindulgencia. En ciertas tertulias privadas había compartido mis impresiones con las de otros apasionados sin pedigrí. Pero una cosa era eso y otra muy distinta era permitirte hablar sin freno ni tapujo sobre el tema delante de, quién sabe, puede que algún catedrático de literatura inglesa. En un ejercicio de traslación de conciencia me elevé hacia el techo y pude observarme desde arriba. Me sentí como un makinavaja cualquiera criticando el funcionamiento del acelerador de partículas ante los físicos del CERN. Miré a mi amigo y noté que le estaba haciendo pasar un buen rato. Cerré entonces la charla de manera un poco abrupta, procurando que no se notase demasiado mi rubor, y dejé que se diera paso al turno de preguntas.

Después de un par de cuestiones un poco tontas pero no por eso infrecuentes, sobre cuánto de dinero y cuánto de autobiográfico, llegó el turno de ella: Tenía el pelo rizado, al tipo africano, lo que contrastaba notablemente con la blancura de su tez. Delgada hasta el extremo de lo grimoso, hizo que me preguntara, cuando se levantó y cogió el micrófono que le cedía una azafata, si no se trataba realmente de un dibujo animado. Todo un carácter lleno de contradicciones, su voz era potente y segura. Cuando habló tocó fibra:
 
“Hola, soy una gran admiradora de su trabajo…  me gustaría saber si nos tiene preparado algo distinto para su próxima obra. Quiero decir, otro tipo de personaje. No es que piense que todas sus novelas son iguales, no me entienda mal. Las conozco bien y no tienen mucho que ver a simple vista. En fin, el contexto cambia por completo y se ambientan en épocas que poco tienen en común. Nada tienen que ver los desvaríos existenciales de un insecto con el homicidio premeditado que nos desglosa en su última obra. Sin embargo, tal y como nos exponía hace un momento - y quizá tenga ello que ver con el hecho de que se haya referido de manera tan explícita a la obra de Shakespeare- en todas ellas los personajes comparten un componente trágico que los convierte en una especie de mártires de los miedos, fobias o traumas de su autor (a mi entender el único elemento que tienen realmente en común). Lo digo por tratar de hallar el nexo de unión de algo que a mí me ha llamado poderosamente la atención. Y digo bien, el autor y no el narrador, porque estará conmigo en que en ningún caso se trata de un mismo narrador. Ni de una misma persona narrativa si nos ponemos estrictos. Le he estado dando muchas vueltas y, aprovechando que venía usted hoy aquí, no he querido dejar pasar la ocasión de preguntarle esto: si eso era realmente así y si no tenía previsto publicar una historia con personajes de carácter un poco más vital, más optimista y que no estuviesen atormentados por, digamos, su experiencia vital. Eso es todo. Muchísimas  gracias por regalarnos su presencia hoy aquí.”

La cándida sonrisa que me dedicó al apagar el micrófono no se correspondía con la severidad que escondía el fondo de su pregunta. Así que me limité a sonreír y, fingiendo que me había hecho gracia su intervención, provoqué las risas del auditorio contestando que (lamentablemente para ella) mi nueva obra ya estaba en marcha y el personaje escogido se encontraba bien amordazado y atado al potro de las torturas. Aunque Colina mantenía el tipo como si la cosa no fuera con él era evidente por su mirada que por dentro se estaba descojonando.

La vida es rara. Han pasado ya muchos años de aquello y puede que la memoria me engañe, pero aquella tarde debió ser una de las últimas veces que vi a Colina. Siempre tan extravagante, la fortuna tenía preparados menús distintos para cada uno de nosotros justo en el momento que nuestros destinos parecían ir más parejos: los dos estábamos en racha en nuestra carrera literaria. El caso es que a él circunstancias personales lo trasladaron a Uruguay de donde ya nunca volvió y aunque siempre procurábamos tenernos al tanto de lo que hacíamos y nos llamábamos para felicitarnos cada vez que uno de los dos publicaba algo nuevo, la verdad es que creo que en persona no volvimos a encontrarnos jamás. Siempre que intento imaginar su cara me viene a la cabeza aquella extraña conferencia con la curiosa intervención de la chica de pelo rizo.
 
Debo decir que el tema de la muchacha y su pregunta no habían caído en saco roto. La anécdota me hizo reflexionar profundamente sobre la influencia que tenía mi propia experiencia, mi personalidad, sobre la caracterización de mis personajes y, de hecho, aquello consiguió mantenerme un tiempo en vilo, sin escribir nada. Durante unas semanas completamente improductivas le di mil y una vueltas a cuánto había de razón en lo que había puesto de manifiesto aquella extraña. Colina me había hecho saber más de una vez que le entusiasmaba el extraño realismo del que dotaba a mis protagonistas y que, a su entender, provenía de la enorme complejidad de sus actos y pensamientos, de que no respondían a estereotipos literarios sino más bien a una suerte de libertad de acción. Y era cierto que yo siempre había dado mucha libertad a mis criaturas literarias. Las dejaba ser y hacer. Quiero decir que tenía por costumbre escribir sin un esquema preestablecido que permitía que se fuesen desarrollando de manera autónoma a medida que, eso sí, se me ocurrían a mí las situaciones. En cierto sentido nacían desprovistos de personalidad, como un bloque de plastilina que se iba modelando poco a poco. Digamos que lo que yo creaba era el contexto en el que los personajes actuaban, procurando ser lo menos intervencionista posible, pero dejando, eso sí, que se abriese paso una historia novelable. Como si fuese un padre vigilante que se limita a abrir la boca de vez en cuando para decir “por ahí no”. Parece un poco absurdo así contado, lo es de hecho, pero ese había sido en realidad mi modus operandi en todo lo que había escrito hasta entonces. De vez en cuando alguien me reprochaba que porqué la Teresa de “La amargura…” había matado a su marido, cuando podría simplemente haberlo denunciado. Yo siempre contestaba lo mismo: “pudo haberlo hecho, sí, pero de ser así usted y yo nos hubiésemos quedado sin novela”. Una verdad como un templo. En cualquier caso, y siendo autocrítico, no podía negar que el tono trágico que ella apuntaba estaba ahí, en todos y cada uno de ellos. Sin excepción. Sobre todos los caracteres que habían surgido de mi imaginación hasta entonces había vertido unas ligeras gotas de amargura y un cierto grado de frustración. No podía decir que esos fueran sentimientos que me resultasen muy propios puesto que, hasta entonces, la vida me había tratado lo suficientemente bien como para no haber conocido penas demasiado trascendentes. De dónde surgía entonces. Acaso no era yo capaz de escribir una historia sobre un personaje relativamente feliz. Si éstos debían sentirse como hijos propios, por qué yo me empeñaba en complicarles la vida. 

Tuve ocasión de comentar la multitud de veces que me entrevistaron con motivo del eventual estreno de la película, que la idea del personaje de Caribú había nacido de una fotografía que contemplé en un libro sobre Salvador de Bahía: una imagen en la que un niño baila despreocupadamente con los brazos abiertos sobre un anaranjado atardecer en las finas arenas de la playa de Itapuan. Sin embargo, y sin dejar de ser cierta la anécdota de la fotografía, debo confesar que el germen verdadero, la semilla original de la novela que me ha convertido en un escritor popular se encuentra en aquella tarde en que una completa desconocida me retó a dar una vuelta de tuerca a mi creatividad. Aquella profunda reflexión que provocó me llevó a perseguir literariamente una criatura que a pesar de las desagradables y crueles circunstancias que lo rodeasen repeliese con su fuerza interior todas las frustraciones y los reveses que le presentase la vida. Utilizando contra ellos una sola baza: su constante y desbordante entusiasmo. Una vez que os he explicado como trabajaba yo, entenderéis la arriesgada pirueta creativa que eso suponía para mí, habituado a crear infortunios partiendo de las situaciones más cotidianas. Ahora, dando un giro de ciento ochenta grados, debía poner todos los medios para la tragedia y conseguir que la obra resultante no lo fuese en absoluto. Es precisamente en el contraste de estos elementos en donde se encuentra, a mi entender, el secreto del éxito de “Un verso suelto”. He discutido repetidamente sobre esta cuestión y mi conclusión es que lo que ha atraído y enganchado a lectores de todo el mundo ha sido precisamente la agria ternura que provoca la candidez de ese niño brasileño que a pesar de todas las miserias que lo rodean, de las redes de narcotráfico y prostitución que intentan captarlo, de una madre irreflexiva y ausente, de un padre alcohólico y maltratador, es capaz de seguir afrontando la existencia con ilusión inquebrantable y consigue, con su fe en que nacemos para disfrutar, llenar de color la sordidez de la favela en la que sobrevive. La fórmula no la inventé yo, por supuesto, Charles Chaplin, si se me permite el atrevimiento, hace un ejercicio magistral de ella en El chico, por poner un ejemplo. Lo que es nuevo es que yo fuese capaz de utilizarla con éxito. Los artistas nunca sabemos valorar nuestra propia obra ni acertamos a prever cómo va a ser acogida, así que la repercusión que obtuvo esta pequeña novela me cogió absolutamente desprevenido. Uno se pasa la vida a la caza de referentes literarios, buscando compañeros que te aconsejen y te sirvan de modelo, tratando constantemente de hallar la inspiración en las cosas trascendentales de la vida, intentando escabullirse de los inútiles consejos de los editores y, así, de manera insospechada, un día, es una completa extraña con una ocasional intervención en una conferencia quien da con el resorte mágico que hace que te conviertas en una figura de renombre.
 
La vida es rara. Calculo que no habían transcurrido más de tres semanas desde la publicación de la primera edición cuando una llamada telefónica desde Uruguay me anunció el fallecimiento de Colina. En una extensa y conmovedora conversación con su mujer me enteré de que había estado ocultando una penosa enfermedad que lo consumía desde hacía un par de años. Traté de hacer memoria y fui incapaz de recordar ningún signo de ello en nuestras últimas llamadas. Siempre había mostrado la misma jovialidad que lo había caracterizado a lo largo de toda su vida. –¡Eso es un verso suelto en tu obra!- había exclamado cuando le expliqué lo que me traía entre manos. La expresión me había cautivado. Sugería a la vez a un loco suelto y todo lo lírico que se personificaba en Caribú. No se me ocurrió mejor imagen que aquella para el título pero es cierto que nunca le había dicho que acabaría utilizándola. Conteniendo las lágrimas en la distancia, aquella mujer que nunca había conocido personalmente y yo verbalizamos la veneración mutua que había existido entre ambos. Me interesé por la situación económica en la que quedaba ella. No tendría problema. Quedamos en seguir manteniendo el contacto y me adelantó que Colina estaba trabajando en una pequeña obra de teatro que había dejado sin publicar. Ella, por supuesto, sabía que podía contar conmigo para hacer las correcciones oportunas, ya que era un procedimiento que nosotros seguíamos habitualmente, pero dada la situación le dije que sólo lo haría si ella estaba absolutamente segura de que Colina hubiese querido publicarla realmente. De esta manera, durante un par de semanas, me vi dolorosamente sumergido en el texto póstumo que recibí por correo electrónico desde Uruguay. Me enfrentaba a sus últimas palabras y él había sabido que lo eran. Es curioso como el contexto en el que fueron escritos hace que en ocasiones los términos provoquen emociones completamente opuestas al propio significado que encierran. Es una cuestión casi mística, sobre la que Colina y yo habíamos hablado mil veces mientras nos sorprendíamos con alguna canción del Bob Dylan más imberbe. De aquella obra de teatro no se desprendía en sí ningún tipo de amargura ni resignación. Más bien al contrario, tal vez de manera consciente, había sido escrita con el espíritu jocoso y ocurrente que siempre había caracterizado a mi amigo. Sin embargo, el ser conocedor de las circunstancias en las que se había escrito hizo que cierta desazón me invadiera a medida que avanzaba en su lectura. Quizás porque buscaba un mensaje oculto. Supuse que, como imaginaba que me hubiese sucedido a mí, habría sucumbido a la tentación de dejar plasmado algo que dejase memoria de él para siempre entre sus lectores o entre sus espectadores. Una revelación. Una especie de epifanía. O tal vez lo que yo estaba buscando fuese simplemente las palabras de despedida que nos habían faltado. Palabras que de manera voluntaria él había evitado. A la francesa. Pero, me convencí finalmente, allí no había más que lo que se podía leer. Una buena obra, como todas las suyas, pero no más que una comedia sin pretenciosidad alguna y sin quimeras. Debo decir que no me atreví a tocar prácticamente nada. Arreglé un par de frases aquí y allá, cosas escritas con prisa y que él evidentemente no había tenido tiempo de revisar y le devolví el texto a su mujer agradeciéndole la confianza depositada. Le aseguré que se trataba de una comedia excelente y que, como realmente acabó por suceder, tendría un gran éxito.

No fue hasta hace bien poco que, caminando hacia una fiesta en casa de unos amigos, los pies y mi falta de orientación se empeñaron en ponerme delante de un cartel que colgaba en la fachada del Centro de Iniciativas Culturales: Por la noche imaginaria de F. Colina. Viernes 12 y Sábado 13 a las 22:00. Consulté mi reloj y comprobé que estaba a punto de comenzar la primera de las funciones. No pude evitar la tentación de ver de nuevo en escena aquella obra en la que, aunque de manera puntual y sin mucho peso, había tenido la ocasión de colaborar corrigiendo un par de palabras. Hice una llamada y disculpé mi ausencia de la cita que me había arrancado de casa. Y así, inopinadamente, me encontré una fría noche de noviembre sentado en la segunda fila del auditorio que muchos años atrás había sido testigo de mis torpes desvaríos improvisados. No se me ocurría mejor escenario. Me gustó comprobar por la escenografía primero y por cierto peso dramático en la iluminación y la caracterización de los personajes después, que la directora, una tal M. Palacios según indicaba el folleto, había respirado en la obra el mismo espíritu que había inhalado yo cuando la leyera por vez primera hacía ya unos diez años. Una especie de trascendencia, de significado, que tal vez, se me ocurrió pensar, sí estaba entonces en la obra original. Quizás, al final, no había sido sólo una imaginación mía. Desde luego, podía decirse que, a pesar de su tono menor, la directora conocía bien al autor y no había banalizado la obra en absoluto, lo que me hizo disfrutar de ella como si se tratase del estreno. Fue este detalle el que, acabada la representación, me impulsó a acercarme a felicitarla. De algún modo sentía que tenía cierto ascendente sobre el texto. Me pertenecía de varias maneras: fui el primero en leerlo en su integridad, incluía un par de palabras mías y, sobre todo, en él había intuido que Colina se despedía de mí. Supuse que estos tres elementos eran suficientes para argumentar el atrevimiento de acercarme a ella. De esta manera salí al pasillo y me dirigí hacia donde imaginé que debían estar los camerinos. Me encontré con el lógico revuelo de un fin de función. Felicité con una sonrisa a uno de los actores y le pedí que me indicara quién era la Señora Palacios. Todavía emocionado, me señaló con la mirada hacia el fondo del pasillo. Como pude fui apartando a los bulliciosos actores que entre abrazos y algarabías celebraban el éxito y entonces, abrazando y besuqueando a la protagonista la vi a ella: El pelo rizo a lo africano, la tez blanca, la delgadez extrema, la voz potente…

Es rara la vida. Ella, el personaje que, inconscientemente pero de manera rotunda, había cambiado el rumbo de mi vida arrastrándome a la fama, me miró y sus ojos no dieron ni la más mínima señal de haberme reconocido. Era evidente que no lo había hecho. No me recordaba en absoluto. Así que no me quedó más remedio que presentarme. Pero tampoco mi nombre pareció decirle demasiado. Como podréis imaginar yo estaba completamente azorado y aturdido. Ni siquiera con la mención a “Un verso suelto” conseguí sacarla de su ignorancia. Entonces comencé a contarle toda la historia, de la conferencia,  de su pregunta, de lo mucho que me había influido y lo que había significado todo lo que vino después, pero fue sólo cuando en cierto momento mencioné a Colina que ella pareció reconciliarse con su memoria. Entonces le brillaron los ojos y sus labios dibujaron una delicada sonrisa. Y de repente, como si finalmente hubiera entendido un chiste mil veces incomprendido, rompió en una estridente carcajada que hizo que todos nos dirigiesen sus miradas. –“¡El hijoputa de Colina!”- exclamó entre risotadas. Y cuando por fin, después de un buen rato, pudo dejar de reír empezó a contarme como se habían conocido en la escuela de teatro y de cómo él le había propuesto gastar una broma inocente a un amigo que daba una conferencia; y de como ella, que no tenía ni idea de quién demonios era aquel joven escritor ni qué novelas había escrito, se había aprendido de memoria un texto y como lo había recitado, y como finalmente se habían desternillado ante la reacción de él. 

Entonces la abracé y nos fundimos en una carcajada incontenible.

La vida es extraña. Nunca me creí capaz de romper la promesa hecha a un amigo. Mucho menos a un amigo ya fallecido. Muchísimo menos a Colina. Pero él me la jugó y yo me veo obligado a devolvérsela. Por eso esta edición de “Un verso suelto” está dedicada:

Tengo un amigo