18 de febrero de 2014

Estocolmo




André Loja - La demencia y otras capitales.

Estocolmo

Los ojos verdes sonríen y brillan un instante antes de desvanecerse en la quietud radiante que se intuye tras la trampilla. Un día nuevo inaugurado por la mirada que estrenó el de ayer. El mismo reflejo vidrioso que ha creado todas las mañanas hasta hoy. Indicio único que permite a su angustia confinada rascar otra cruz en el calendario. Un día más. Son ciento veintiséis. Catorce de junio. Otras veinticuatro horas: Ojos verdes. 

La falta de razones ha transformado la atmósfera de sus cuatro metros cuadrados de existencia en un éter irrespirable; la ausencia de excusas congruentes que justifiquen su reclusión en el breve espacio: cuatro lóbregas paredes. Un camastro. La humedad. No aguarda el bálsamo de una explicación que posibilite el fin del cautiverio. Ya no. Lo hizo antes: con gritos. Suplicando una aclaración. Llorando. Pateando el suelo. Quebrando sus nudillos contra las paredes. No tengo dinero. No soy nadie. Una explicación. Desgarrando el alma y la garganta por recibir las palabras que vertieran un poco de luz sobre la paranoia. ¿Por qué estoy aquí? Nunca las hubo. La resignación pide turno tras la ira: Uno, dos, tres pasos, y la humedad. Media vuelta. Silencio:                                                               El mismo aturdido silencio que proyecta su cabeza hacia razonamientos sin sentido: frenéticos al principio, desesperados, incontenidos, y poco a poco aplacados, desbravados, serenos finalmente. Enajenados. Nada tiene sentido. Silencio. Cuatro paredes. La humedad.

El desnudo fulgor de una bombilla titila a todas horas. No llega a ser luz; una tenue tiniebla que le permite adivinar el espacio donde se pudre. Las paredes impregnadas del vaho negruzco de su propia transpiración. El orinal vacío sobre el gélido piso de tierra. El camastro en el que yace. Ya no es capaz de percibir el frío. Sabe que está ahí, calado, en el interior de sus huesos. Pero no lo siente ya: intenta en vano recordar como era el calor. De la humedad es consciente: puede oír como le devora los pulmones.  ¿Existió el calor alguna vez? Inconcebible. ¿Existió algo realmente? Aire, luz, hierba, agua… Sole, ¿existió cuando menos su olor? A trigo y a sol: sonrisa abierta. Sole y las niñas. Malú, Sandra. ¿Existieron? No se puede llorar por lo que no fue. Las niñas sí, por favor. Sorbe las lágrimas que vierte por ellas a cada hora. Su angustia se aplaca levemente, aferrado a la idea de que no existe sólo el espacio cerrado que lo rodea. Hay vida más allá de la trampilla. Teme olvidarlo.

De cuando en cuando succiona un poco del agua que le traen los ojos verdes. Apenas prueba bocado del plato recalentado. Se le ha encogido el estómago. Ha desaparecido. También el hambre. Uno, dos, tres pasos, y la humedad. Media vuelta. Silencio. Consigue dormitar durante algún tiempo. No importa cuánto. Para qué medir lo inconmensurable. Sueña que no existe, que nada existe. Estoy solo: Camastro. Orinal. Cuatro paredes. La Humedad. ¿Ojos verdes?

Silencio.

Silencio.

El silencio.


Sobre su cabeza el crick-crack del candado en la portezuela. Los ojos verdes sonríen y brillan un instante. Ciento veintisiete. Una vez más, desaparecen antes de que Sergio encuentre una manera de darles las gracias. 






11 de febrero de 2014

Grandes Éxitos



 
Joan Ladré - Pequeños fracasos de Barrio Marañón



GRANDES ÉXITOS

Cuando, no mucho tiempo después de habernos conocido, hubo perdido ya el brillo, el fulgor enérgico de una edad inexperta pero audaz; la osadía que se nutre de la falta de conocimientos y la frescura que acompaña a quien renuncia de manera consciente a los prejuicios; cuando sucedió eso, como digo, cuando por fin hubo llegado el día en que recapacitó sobre todo lo que había escrito y concluyó que, a pesar de su juventud, su tiempo había quedado atrás, que se había empapado demasiado ya de vida y música como para ser capaz de eludir esquemas y patrones predeterminados, que había dejado de reconocerse -porque ya no le correspondía- en la imprudente inocencia de sus antiguas aunque todavía recientes canciones, dejó entonces reposar con delicadeza el mástil de su Martin D-42 sobre el cuello de espuma que coronaba el atril en la esquina del salón y quedó allí por siempre la guitarra, a merced del silencio y el desuso. Fue tal la fuerza de su determinación que nadie osó jamás -tras aquel gesto cargado de un significado acatado con el mutismo incrédulo de casi todos- forzarlo a que la retomara para rasguear siquiera los anárquicos acordes de Suerte ajena o Let it go down there with him; y no supuso para él eso más que una solemne confirmación de la gratitud pública por haber sabido tomar la decisión correcta en el momento adecuado. Aunque eso, insisto, sucedió años después de que hubiese tenido yo la fortuna de haberme dado de bruces con aquel muchacho chiflado pero tierno que se ganó a las chicas del barrio el día que aprendió a vestir con melodías desgreñadas sus versos más trascendentes.

No es leve la cadena que me ata a tu canción, 
carga el lastre de ignorar que es sólo mía
y fue escrita con el óxido vertido por los dos.

Lo suyo eran los versos grandilocuentes, siempre cargados de un sentido que, debo confesarlo, me venía excesivamente holgado entonces. Es sólo hoy que al saborearlos me sobrecoge la entidad y el peso que han llegado a alcanzar; como si el tiempo hubiese querido otorgarles madurez; como si el poso apacible de los años transcurridos los hubiese dotado de una esencia de realidad y concreción que yo, en mi simpleza juvenil, no había sabido capturar. Y, sin embargo, aún sin saber muy bien de qué se hablaba en ellos o a quién o qué estaban dedicados, sus temas siempre me habían seducido. Como habían seducido a todos los demás; como hubieran cautivado a cualquiera que hubiese tenido la oportunidad de compartir aquellos momentos con nosotros.

Hay quién siempre ha sabido mantenerse a una distancia prudente de si mismo, viviendo de espaldas a sus propias creaciones, y siendo así, desde lo lejos, capaz de reinventarse a medida que las modas o el capital se lo han exigido: camaleones que han conseguido hacerse un hueco entre generaciones sucesivas. No son raros los especímenes de este tipo; lo extraño es que no acaben por resultar patéticos más temprano que tarde. Por el contrario, están los que se atreven a concebirse a sí mismos como artistas, como un uno inseparable de la obra que crean, identificándose de manera inflexible con ella, en un ejercicio de temeridad difícil de asumir, en el que una vez que el fruto deja de tener sentido -y excepcional es lo que no se diluye con el tiempo-, acaba por perderlo también la persona; no sólo como creador, sino también, hasta cierto punto, como ser humano. Ahí está el riesgo del artista, del de verdad, del que atiende a un compromiso y se entrega a él en cuerpo y alma, con honradez y de manera espontánea, sin ambages de ningún tipo y sin ser consciente en realidad de que lo que está concibiendo es arte; porque, al fin y al cabo, el mundo también está atestado de caricatos que sólo buscan comerciar con los vahos de una pretendida poesía. Sin saberlo y de la noche a la mañana, fue como Samuel Torre, Samu, El Muesli, se inventó a si mismo: de manera consecuente y con absoluta integridad, asumiendo la vastedad de su talento lírico y lo exiguo de sus dotes musicales; y de idéntica manera fue como se hizo desvanecer; con la misma rapidez con la que se disipan las modas, con la misma urgencia trastornada con la que se consume la adolescencia. Detrás quedaron dos docenas de canciones sublimes, quizá alguna más desterrada en algún cajón, cientos de poemas e ilustraciones vertidos desordenadamente en un par de volúmenes que pocos nos dignamos a comprar; y detrás dejó también la intangible frustración de no haber sabido llegar a dónde y a quién pretendía y, por supuesto, dejó el cabreo monumental de una compañía discográfica que había invertido demasiado tiempo y dinero como para no encajar a regañadientes aquel inesperado desplante de su potro ganador.

Fue una época bulliciosa aquella otra en la que todos habíamos querido ser quienes no éramos. Ídolos a los que seguir abundaban, y lo que para nosotros era mejor -o peor, tal vez- era que estaban demasiado al alcance de la mano: Jano el Bala, Martín Céspedes, Agnus Magnus, Las Benz… todos ellos vecinos y propietarios de algo que, por aquel entonces se nos antojaba el colmo de la apoteosis: una popularidad que trascendía el barrio y alcanzaba los confines de la ciudad. No eran más que las callejeras estrellas sin talento de una capital de provincia olvidada hacía tiempo y, sin embargo, no hubo noche de jueves que no intentásemos nosotros, como muchos otros mocosos con acné, colarnos en la Sala Concert, en "el avispero", para reventarnos los huesos abalanzándonos unos contra otros al ritmo punk de la Stratocaster de Jano. No tengo ni idea de qué habrá sido de él, de qué habrá sido de todos ellos. Porque, al fin y al cabo, de toda aquella pléyade de excéntricos y exhibicionistas, de aquella panda de chulos y pretenciosos, fuimos nosotros los únicos que supimos juntar unos cuantos acordes mágicos, los únicos que nos enseñamos recíprocamente a expresar la rabia y el descontento, los únicos, en definitiva, que conseguimos construir un agujero en la podrida realidad de aquel barrio de mierda y se nos permitió colarnos para llegar a ser alguien en la industria. Únicamente nosotros tres: El Muesli, Lemon Robert y yo mismo; el trío de ases; qué tres patas para un banco. Pero eso fueron tiempos.


A Lemon no volví a verlo desde los días en que dejó a Raquel y se subió al caballo. Cuando la prensa anunció su aparición en una fría calleja de Barrio Marañón, con la jeringa todavía a media asta, fueron pocas lágrimas las derramadas. Se había llorado ya demasiadas veces por él como para que la cruda realidad se creyera con derecho a brindarnos la oportunidad de una nueva emoción. Aún así, a pesar de mis públicos desencuentros con él y de la frialdad de nuestra relación reciente, no quise dejar de asistir a su funeral; aún siendo consciente de que acudiría la prensa y de que acabaría robando una atención que no deseaba ni merecía. Sabiendo incluso que me arriesgaba a algún encuentro especialmente incómodo: Raquel era un réquiem que se había oficiado mucho antes y sobre el que tampoco quedaban ya lágrimas por enjugar; asuntos de otros tiempos, emociones de otra naturaleza. Canciones para olvidar. Así que me presenté igualmente. Y volví a darme de bruces con quien no esperaba; con aquel cuya figura había ocupado el único lugar que hubo pretendido: el más oscuro de los olvidos. Reconocí enseguida su encorvada silueta reclinada sobre una columna y me sorprendí musitando "no es leve la cadena…".  Me dedicó una sonrisa antigua, la de hacía años, y me abrazó sin demasiada fuerza. Ya sólo quedas tú, me dijo. Me encogí de hombros mientras busqué en el fondo de sus ojos alguna pequeña señal de envidia o arrepentimiento. Pero no encontré allí nada más que el leve brillo acuoso de la felicidad. Me habéis dejado solo y eso es algo que no podré perdonar fácilmente. No hicieron falta más palabras entre nosotros. Permanecimos allí todavía durante unos minutos, de pie, callados, resguardados bajo mi paraguas, mirando hacia la nada. Ambos conscientes de quién era quién: el artista y el camaleón.

4 de febrero de 2014

El Otro Nombre







Lea Jordan. - La desintegración y otras nanas. 


EL OTRO NOMBRE

De haber sido mi nombre y no el suyo el que ella pronunciase, probablemente no me habría inmutado; es seguro que si así hubiese sido, habría yo permanecido acurrucada y aletargada, la fantasía del sueño todavía prisionera de la secreta recurrencia de noches pasadas; pero el noctámbulo murmullo no trajo el mío, sino el nombre de su padre y, de manera un tanto incoherente, fue eso lo que consiguió devolverme por un momento a la espesa realidad de la habitación; la cabeza pesada y la consciencia aturdida por el incordio, la lucidez imprescindible únicamente para alcanzar a distinguir las sombras y los perfiles, a reconocer los espacios de la alcoba; la lámpara reclinada sobre la mesilla y el coche que dibuja una araña de luz en la pared al circular bajo la asfaltada nocturnidad de la avenida, el agrio aroma del techo recién encalado, la agradable calidez del pecho de Raúl reposado sobre mi espalda. Regreso a mi misma, sobre la cama, y pienso que en realidad tampoco es un nombre lo que se acaba de escuchar, eso lo discurro no enseguida, sino a medida que voy desasiéndome del aletargamiento, la morosa languidez que produce la benzodiazepina; lo que se cuela en nuestra habitación, como un hilo después de serpentear entre los ecos oscuros del pasillo, es una voz que reclama a su padre; Papá, Papi, ven; no es una voz alarmada: la que te arranca de la cama de un salto cuando es ella, la niña, la que se ve acosada por las agonías del sueño; el dragón verdusco y dentado que la acorrala, la culpabilidad que la devora por las tareas no realizadas, la inocente mentira que carcome la cándida conciencia infantil. Los abrazos, las caricias; la mejilla en la frente; el sudor frío que se torna tibio con el calor del beso y el aliento aterciopelado que la devuelve lentamente a la somnolencia. Y esta vez era la voz de la niña, pero no llegaba empapada de la gélida exudación que nace de la desesperación de verse sola; esta vez reclama tan solo la presencia de su padre; no pide nada concreto más allá de su comparecencia y es una voz sin matices, que se adentra en nuestra habitación desacompañada de los desvelos de la pesadilla; por eso supongo que no es más que sed lo que la ha despertado -tendrá la garganta seca- y lo único que necesita es un vaso de agua. Sin embargo, creo que es extraño que haya llamado a su padre y no a mi para eso; pese a estar de acuerdo conmigo misma, me reprocho mentalmente haber manejado el razonamiento de que debemos ser las madres las importunadas en estas ocasiones. Tal vez fuese así antes, cuando las hijas teníamos sólo madres y no peluqueras, médicos o ingenieras; tal vez hubiese sido así yo con mi propia madre, quién ya había renegado de su destino -de profesión sus labores-, pero intento recordar y no lo consigo; ignoro por quién llamaba yo, cuando era pequeña, en las noches en que me oprimían la sed o las pesadillas, de las que sí guardo, sin embargo, perfecta memoria: la criatura viscosa y ciega que me hiela los nervios al envolverme en su hálito azulado y acre. Y aunque no visualizo a quién nombré, o si llegué en verdad a nombrar alguna vez a alguien, sé perfectamente que si lo hice no debió ser a mi padre en ocasión alguna. Mamá, mami, ven. Quizá porque el sueño de los papás que trabajan y vuelven agotados -nena, deja ya de hacer ruido- es más profundo e incierto o porque se prefiere el beso cálido y amable de una dermis de mujer al tosco rasguño de una barba incipiente ya en la madrugada. Este argumento me hace pensar que tal vez la niña simplemente ha olvidado contarle algo a Raúl: la tarea bien realizada que recibió los elogios del maestro, la mirada desacostumbrada de ese chico rubio del comedor por el que suspira, la nueva palabra aprendida en inglés; cualquier cosa que había acordado interiormente comentar a su padre durante la cena y que dejó de hacer por estar más pendiente de la televisión que de lo importante. Ha transcurrido un tiempo indeterminable antes de que me de cuenta de que Raúl no se ha movido y de que en la habitación contigua tampoco ha vuelto a oírse a la nena. Sin embargo estoy completamente segura de que la llamada se ha producido; ¿o no? ¿es posible que haya sonado sólo en el interior de mi cabeza? A veces sucede que las voces de los sueños adquieren cuerpo y nos es imposible distinguir su solidez de las que nos llegan en vigilia; pero, qué sentido tiene que la imagine llamando a su padre. Papá. Papi, ven. Y entonces en la unísona resonancia que aturde mi imaginación se despierta Raúl y se incorpora de un salto: -La niña llama. 

Intuyo que sí, que hubiese reincidido yo en la cautiva ansiedad de mis sueños, de haber sido mi nombre el que la niña pronunciase. Sin embargo, y pese a haberme despertado, no he movido un sólo músculo y he permitido que sea Raúl quién se levante y, semidesnudo, acuda a su habitación. El sordo repiqueteo de sus pies descalzos alejándose sobre el parqué del pasillo me empuja de nuevo al distraído desvarío del diazepan: sobre el suelo mi ropa interior. Y aunque, a los pies de la cama, distingo perfectamente que es la sombra de mis bragas lo que sobresale de la maraña de prendas que yacen desordenadas en el suelo, no puedo evitar, en las tinieblas de la habitación, imaginar en ellas un rostro. Me sucede con frecuencia -supongo que no es algo que me sucede a mi sola- que la falta de perspectiva, o tal vez la toma de otra distinta a la habitual, me hacen intuir rasgos faciales en los objetos: La cara de Charlot que me acompaña cada mañana en la ducha observándome desde las arrugas acrisoladas de la mampara o La grieta casual en el azulejo de la cocina que me ofrece la imagen nítida del único Beethoven que todos reconoceríamos. La ropa interior, toda la ropa en verdad, reposa caóticamente sobre la alfombra como la prueba irrefutable de que fue la lujuria y no el sueño lo que nos tendió sobre la cama anoche -cuidado, la niña aún acaba de dormirse- y desde allí mismo me observa ahora la tez cariacontecida de Ezra Pound. Y no sé si alguna vez he llegado a conocer cómo es la cara del poeta americano. Posiblemente no. O tal vez sí haya tenido alguna vez la oportunidad de ver su rostro; quizás en algún documental televisivo sobre la generación perdida o sobre la que quiera que haya sido la generación a la que perteneció; lo ignoro. Puede ser que alguna vez la haya visto, soy incapaz de recordarlo; de lo que no me cabe duda es de que aunque son mis bragas lo que me observa desde el montículo irreverente que forman mis pantalones, quién lo hace en verdad es la demencia fingida que se esconde tras los ojos de Pound; sea como sea su cara; como quiera que hubieran sido alguna vez su rostro y sus ojos, antes de morir en Venecia, acusado de traición por su propios paisanos. La ropa interior: - ¡Mejor esto que los zapatos! exclamó Raúl al arrancarme la blusa anoche. Dinero mejor empleado, sí. El conjunto de encaje morado; ahora el rostro inventado de un poeta maldito. Y han pasado unos segundos y no escucho nada al otro lado. No he llegado a escuchar a Raúl pronunciar palabra alguna, quizá porque no lo ha hecho; porque no lo habrá necesitado; se habrá encontrado a la niña adormilada y estará tendido sobre la mínima cama, a su lado, en el silencio opaco de la habitación, aguardando a que caiga ella atrapada en un nuevo sueño y así poder volver a mi lado, al hueco sereno y tibio que ha dejado sobre nuestro colchón. Sin girar la cabeza, echo mi mano hacia su lugar en la cama y en mis dedos puedo percibir todavía su ausencia sobre las sábanas; la humedad y el aroma a sudor reciente, mezcla de nuestros perfumes amalgamados, apestan, en realidad, a noche de viernes y a sexo desabrido. Le guiño un ojo a Pound: mejor esto que los zapatos, ¿no? Entonces, sobre el eco metálico del silencio, desde la habitación de al lado, resuena un chasquido seco; un crujido repentino que me eriza el vello de la nuca; sé que no es Raúl quién lo ha producido; Es más que una intuición, una certeza, y aún así mis labios se aventuran a pronunciar su nombre: -¡Raúl!, mi voz suena ajena y encogida, sin resonancia; es cierto que sé que el ruido no le pertenece a él, y es cierto también que no pretendo una respuesta; que efectivamente se resiste a llegar; que no llega nunca; que no espero ya. Querría levantarme y comprobar que todo está en orden; sería lo lógico: constatar que está Raúl con la niña; y que el estruendo ha sido solamente un juguete que se cae, un muñeco que resbala; pero  me lo impide la certeza de saber que no es así, y que no encontraré a Raúl, no encontraré a la niña. Intento moverme, solo procuro un movimiento leve, un simple giro de cabeza, pero los músculos no responden: el espanto o tal vez el aturdimiento de las pastillas; así que miro fijamente dentro de la mirada furibunda de Pound; y siento como la agitación de mis latidos golpea mis propios ojos; que ya no se quieren cerrar, que ya no pueden hacerlo, a pesar de todo. Ojos y oídos abiertos al espeluznante sosiego que inunda ahora las tinieblas de la habitación. Y aunque no se oye nada, salvo mis propias palpitaciones, sé que será por poco tiempo: un segundo, dos, imposible determinarlo y el roce de unas pisadas que se acercan por el pasillo toma forma, un siseo lejano al principio, un ronquido enojado ya; y el lamento alarmado de la bisagra al abrirse la puerta de la habitación. -¡Raúl! ¿Eres tú? La pregunta es estúpida y no obtiene respuesta. Silencio. Sigo sin poder girarme y de mi garganta no brota el aullido que suplico. Un nuevo silencio, un eterno silencio, silencio que no llega a un segundo, una milésima de segundo apenas de silencio. Noto el peso nuevo sobre la cama que hace temblar mi propio cuerpo y, ahora si, percibo el hálito azulado y acre que me envuelve. Busco con la vista a Pound, que ha ocultado su mirada detrás de las otras prendas y de la remota subconsciencia de mi propia garganta surge entonces un aullido que no me cuesta reconocer: Papá, papi, ven.