11 de febrero de 2014

Grandes Éxitos



 
Joan Ladré - Pequeños fracasos de Barrio Marañón



GRANDES ÉXITOS

Cuando, no mucho tiempo después de habernos conocido, hubo perdido ya el brillo, el fulgor enérgico de una edad inexperta pero audaz; la osadía que se nutre de la falta de conocimientos y la frescura que acompaña a quien renuncia de manera consciente a los prejuicios; cuando sucedió eso, como digo, cuando por fin hubo llegado el día en que recapacitó sobre todo lo que había escrito y concluyó que, a pesar de su juventud, su tiempo había quedado atrás, que se había empapado demasiado ya de vida y música como para ser capaz de eludir esquemas y patrones predeterminados, que había dejado de reconocerse -porque ya no le correspondía- en la imprudente inocencia de sus antiguas aunque todavía recientes canciones, dejó entonces reposar con delicadeza el mástil de su Martin D-42 sobre el cuello de espuma que coronaba el atril en la esquina del salón y quedó allí por siempre la guitarra, a merced del silencio y el desuso. Fue tal la fuerza de su determinación que nadie osó jamás -tras aquel gesto cargado de un significado acatado con el mutismo incrédulo de casi todos- forzarlo a que la retomara para rasguear siquiera los anárquicos acordes de Suerte ajena o Let it go down there with him; y no supuso para él eso más que una solemne confirmación de la gratitud pública por haber sabido tomar la decisión correcta en el momento adecuado. Aunque eso, insisto, sucedió años después de que hubiese tenido yo la fortuna de haberme dado de bruces con aquel muchacho chiflado pero tierno que se ganó a las chicas del barrio el día que aprendió a vestir con melodías desgreñadas sus versos más trascendentes.

No es leve la cadena que me ata a tu canción, 
carga el lastre de ignorar que es sólo mía
y fue escrita con el óxido vertido por los dos.

Lo suyo eran los versos grandilocuentes, siempre cargados de un sentido que, debo confesarlo, me venía excesivamente holgado entonces. Es sólo hoy que al saborearlos me sobrecoge la entidad y el peso que han llegado a alcanzar; como si el tiempo hubiese querido otorgarles madurez; como si el poso apacible de los años transcurridos los hubiese dotado de una esencia de realidad y concreción que yo, en mi simpleza juvenil, no había sabido capturar. Y, sin embargo, aún sin saber muy bien de qué se hablaba en ellos o a quién o qué estaban dedicados, sus temas siempre me habían seducido. Como habían seducido a todos los demás; como hubieran cautivado a cualquiera que hubiese tenido la oportunidad de compartir aquellos momentos con nosotros.

Hay quién siempre ha sabido mantenerse a una distancia prudente de si mismo, viviendo de espaldas a sus propias creaciones, y siendo así, desde lo lejos, capaz de reinventarse a medida que las modas o el capital se lo han exigido: camaleones que han conseguido hacerse un hueco entre generaciones sucesivas. No son raros los especímenes de este tipo; lo extraño es que no acaben por resultar patéticos más temprano que tarde. Por el contrario, están los que se atreven a concebirse a sí mismos como artistas, como un uno inseparable de la obra que crean, identificándose de manera inflexible con ella, en un ejercicio de temeridad difícil de asumir, en el que una vez que el fruto deja de tener sentido -y excepcional es lo que no se diluye con el tiempo-, acaba por perderlo también la persona; no sólo como creador, sino también, hasta cierto punto, como ser humano. Ahí está el riesgo del artista, del de verdad, del que atiende a un compromiso y se entrega a él en cuerpo y alma, con honradez y de manera espontánea, sin ambages de ningún tipo y sin ser consciente en realidad de que lo que está concibiendo es arte; porque, al fin y al cabo, el mundo también está atestado de caricatos que sólo buscan comerciar con los vahos de una pretendida poesía. Sin saberlo y de la noche a la mañana, fue como Samuel Torre, Samu, El Muesli, se inventó a si mismo: de manera consecuente y con absoluta integridad, asumiendo la vastedad de su talento lírico y lo exiguo de sus dotes musicales; y de idéntica manera fue como se hizo desvanecer; con la misma rapidez con la que se disipan las modas, con la misma urgencia trastornada con la que se consume la adolescencia. Detrás quedaron dos docenas de canciones sublimes, quizá alguna más desterrada en algún cajón, cientos de poemas e ilustraciones vertidos desordenadamente en un par de volúmenes que pocos nos dignamos a comprar; y detrás dejó también la intangible frustración de no haber sabido llegar a dónde y a quién pretendía y, por supuesto, dejó el cabreo monumental de una compañía discográfica que había invertido demasiado tiempo y dinero como para no encajar a regañadientes aquel inesperado desplante de su potro ganador.

Fue una época bulliciosa aquella otra en la que todos habíamos querido ser quienes no éramos. Ídolos a los que seguir abundaban, y lo que para nosotros era mejor -o peor, tal vez- era que estaban demasiado al alcance de la mano: Jano el Bala, Martín Céspedes, Agnus Magnus, Las Benz… todos ellos vecinos y propietarios de algo que, por aquel entonces se nos antojaba el colmo de la apoteosis: una popularidad que trascendía el barrio y alcanzaba los confines de la ciudad. No eran más que las callejeras estrellas sin talento de una capital de provincia olvidada hacía tiempo y, sin embargo, no hubo noche de jueves que no intentásemos nosotros, como muchos otros mocosos con acné, colarnos en la Sala Concert, en "el avispero", para reventarnos los huesos abalanzándonos unos contra otros al ritmo punk de la Stratocaster de Jano. No tengo ni idea de qué habrá sido de él, de qué habrá sido de todos ellos. Porque, al fin y al cabo, de toda aquella pléyade de excéntricos y exhibicionistas, de aquella panda de chulos y pretenciosos, fuimos nosotros los únicos que supimos juntar unos cuantos acordes mágicos, los únicos que nos enseñamos recíprocamente a expresar la rabia y el descontento, los únicos, en definitiva, que conseguimos construir un agujero en la podrida realidad de aquel barrio de mierda y se nos permitió colarnos para llegar a ser alguien en la industria. Únicamente nosotros tres: El Muesli, Lemon Robert y yo mismo; el trío de ases; qué tres patas para un banco. Pero eso fueron tiempos.


A Lemon no volví a verlo desde los días en que dejó a Raquel y se subió al caballo. Cuando la prensa anunció su aparición en una fría calleja de Barrio Marañón, con la jeringa todavía a media asta, fueron pocas lágrimas las derramadas. Se había llorado ya demasiadas veces por él como para que la cruda realidad se creyera con derecho a brindarnos la oportunidad de una nueva emoción. Aún así, a pesar de mis públicos desencuentros con él y de la frialdad de nuestra relación reciente, no quise dejar de asistir a su funeral; aún siendo consciente de que acudiría la prensa y de que acabaría robando una atención que no deseaba ni merecía. Sabiendo incluso que me arriesgaba a algún encuentro especialmente incómodo: Raquel era un réquiem que se había oficiado mucho antes y sobre el que tampoco quedaban ya lágrimas por enjugar; asuntos de otros tiempos, emociones de otra naturaleza. Canciones para olvidar. Así que me presenté igualmente. Y volví a darme de bruces con quien no esperaba; con aquel cuya figura había ocupado el único lugar que hubo pretendido: el más oscuro de los olvidos. Reconocí enseguida su encorvada silueta reclinada sobre una columna y me sorprendí musitando "no es leve la cadena…".  Me dedicó una sonrisa antigua, la de hacía años, y me abrazó sin demasiada fuerza. Ya sólo quedas tú, me dijo. Me encogí de hombros mientras busqué en el fondo de sus ojos alguna pequeña señal de envidia o arrepentimiento. Pero no encontré allí nada más que el leve brillo acuoso de la felicidad. Me habéis dejado solo y eso es algo que no podré perdonar fácilmente. No hicieron falta más palabras entre nosotros. Permanecimos allí todavía durante unos minutos, de pie, callados, resguardados bajo mi paraguas, mirando hacia la nada. Ambos conscientes de quién era quién: el artista y el camaleón.

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