4 de febrero de 2014

El Otro Nombre







Lea Jordan. - La desintegración y otras nanas. 


EL OTRO NOMBRE

De haber sido mi nombre y no el suyo el que ella pronunciase, probablemente no me habría inmutado; es seguro que si así hubiese sido, habría yo permanecido acurrucada y aletargada, la fantasía del sueño todavía prisionera de la secreta recurrencia de noches pasadas; pero el noctámbulo murmullo no trajo el mío, sino el nombre de su padre y, de manera un tanto incoherente, fue eso lo que consiguió devolverme por un momento a la espesa realidad de la habitación; la cabeza pesada y la consciencia aturdida por el incordio, la lucidez imprescindible únicamente para alcanzar a distinguir las sombras y los perfiles, a reconocer los espacios de la alcoba; la lámpara reclinada sobre la mesilla y el coche que dibuja una araña de luz en la pared al circular bajo la asfaltada nocturnidad de la avenida, el agrio aroma del techo recién encalado, la agradable calidez del pecho de Raúl reposado sobre mi espalda. Regreso a mi misma, sobre la cama, y pienso que en realidad tampoco es un nombre lo que se acaba de escuchar, eso lo discurro no enseguida, sino a medida que voy desasiéndome del aletargamiento, la morosa languidez que produce la benzodiazepina; lo que se cuela en nuestra habitación, como un hilo después de serpentear entre los ecos oscuros del pasillo, es una voz que reclama a su padre; Papá, Papi, ven; no es una voz alarmada: la que te arranca de la cama de un salto cuando es ella, la niña, la que se ve acosada por las agonías del sueño; el dragón verdusco y dentado que la acorrala, la culpabilidad que la devora por las tareas no realizadas, la inocente mentira que carcome la cándida conciencia infantil. Los abrazos, las caricias; la mejilla en la frente; el sudor frío que se torna tibio con el calor del beso y el aliento aterciopelado que la devuelve lentamente a la somnolencia. Y esta vez era la voz de la niña, pero no llegaba empapada de la gélida exudación que nace de la desesperación de verse sola; esta vez reclama tan solo la presencia de su padre; no pide nada concreto más allá de su comparecencia y es una voz sin matices, que se adentra en nuestra habitación desacompañada de los desvelos de la pesadilla; por eso supongo que no es más que sed lo que la ha despertado -tendrá la garganta seca- y lo único que necesita es un vaso de agua. Sin embargo, creo que es extraño que haya llamado a su padre y no a mi para eso; pese a estar de acuerdo conmigo misma, me reprocho mentalmente haber manejado el razonamiento de que debemos ser las madres las importunadas en estas ocasiones. Tal vez fuese así antes, cuando las hijas teníamos sólo madres y no peluqueras, médicos o ingenieras; tal vez hubiese sido así yo con mi propia madre, quién ya había renegado de su destino -de profesión sus labores-, pero intento recordar y no lo consigo; ignoro por quién llamaba yo, cuando era pequeña, en las noches en que me oprimían la sed o las pesadillas, de las que sí guardo, sin embargo, perfecta memoria: la criatura viscosa y ciega que me hiela los nervios al envolverme en su hálito azulado y acre. Y aunque no visualizo a quién nombré, o si llegué en verdad a nombrar alguna vez a alguien, sé perfectamente que si lo hice no debió ser a mi padre en ocasión alguna. Mamá, mami, ven. Quizá porque el sueño de los papás que trabajan y vuelven agotados -nena, deja ya de hacer ruido- es más profundo e incierto o porque se prefiere el beso cálido y amable de una dermis de mujer al tosco rasguño de una barba incipiente ya en la madrugada. Este argumento me hace pensar que tal vez la niña simplemente ha olvidado contarle algo a Raúl: la tarea bien realizada que recibió los elogios del maestro, la mirada desacostumbrada de ese chico rubio del comedor por el que suspira, la nueva palabra aprendida en inglés; cualquier cosa que había acordado interiormente comentar a su padre durante la cena y que dejó de hacer por estar más pendiente de la televisión que de lo importante. Ha transcurrido un tiempo indeterminable antes de que me de cuenta de que Raúl no se ha movido y de que en la habitación contigua tampoco ha vuelto a oírse a la nena. Sin embargo estoy completamente segura de que la llamada se ha producido; ¿o no? ¿es posible que haya sonado sólo en el interior de mi cabeza? A veces sucede que las voces de los sueños adquieren cuerpo y nos es imposible distinguir su solidez de las que nos llegan en vigilia; pero, qué sentido tiene que la imagine llamando a su padre. Papá. Papi, ven. Y entonces en la unísona resonancia que aturde mi imaginación se despierta Raúl y se incorpora de un salto: -La niña llama. 

Intuyo que sí, que hubiese reincidido yo en la cautiva ansiedad de mis sueños, de haber sido mi nombre el que la niña pronunciase. Sin embargo, y pese a haberme despertado, no he movido un sólo músculo y he permitido que sea Raúl quién se levante y, semidesnudo, acuda a su habitación. El sordo repiqueteo de sus pies descalzos alejándose sobre el parqué del pasillo me empuja de nuevo al distraído desvarío del diazepan: sobre el suelo mi ropa interior. Y aunque, a los pies de la cama, distingo perfectamente que es la sombra de mis bragas lo que sobresale de la maraña de prendas que yacen desordenadas en el suelo, no puedo evitar, en las tinieblas de la habitación, imaginar en ellas un rostro. Me sucede con frecuencia -supongo que no es algo que me sucede a mi sola- que la falta de perspectiva, o tal vez la toma de otra distinta a la habitual, me hacen intuir rasgos faciales en los objetos: La cara de Charlot que me acompaña cada mañana en la ducha observándome desde las arrugas acrisoladas de la mampara o La grieta casual en el azulejo de la cocina que me ofrece la imagen nítida del único Beethoven que todos reconoceríamos. La ropa interior, toda la ropa en verdad, reposa caóticamente sobre la alfombra como la prueba irrefutable de que fue la lujuria y no el sueño lo que nos tendió sobre la cama anoche -cuidado, la niña aún acaba de dormirse- y desde allí mismo me observa ahora la tez cariacontecida de Ezra Pound. Y no sé si alguna vez he llegado a conocer cómo es la cara del poeta americano. Posiblemente no. O tal vez sí haya tenido alguna vez la oportunidad de ver su rostro; quizás en algún documental televisivo sobre la generación perdida o sobre la que quiera que haya sido la generación a la que perteneció; lo ignoro. Puede ser que alguna vez la haya visto, soy incapaz de recordarlo; de lo que no me cabe duda es de que aunque son mis bragas lo que me observa desde el montículo irreverente que forman mis pantalones, quién lo hace en verdad es la demencia fingida que se esconde tras los ojos de Pound; sea como sea su cara; como quiera que hubieran sido alguna vez su rostro y sus ojos, antes de morir en Venecia, acusado de traición por su propios paisanos. La ropa interior: - ¡Mejor esto que los zapatos! exclamó Raúl al arrancarme la blusa anoche. Dinero mejor empleado, sí. El conjunto de encaje morado; ahora el rostro inventado de un poeta maldito. Y han pasado unos segundos y no escucho nada al otro lado. No he llegado a escuchar a Raúl pronunciar palabra alguna, quizá porque no lo ha hecho; porque no lo habrá necesitado; se habrá encontrado a la niña adormilada y estará tendido sobre la mínima cama, a su lado, en el silencio opaco de la habitación, aguardando a que caiga ella atrapada en un nuevo sueño y así poder volver a mi lado, al hueco sereno y tibio que ha dejado sobre nuestro colchón. Sin girar la cabeza, echo mi mano hacia su lugar en la cama y en mis dedos puedo percibir todavía su ausencia sobre las sábanas; la humedad y el aroma a sudor reciente, mezcla de nuestros perfumes amalgamados, apestan, en realidad, a noche de viernes y a sexo desabrido. Le guiño un ojo a Pound: mejor esto que los zapatos, ¿no? Entonces, sobre el eco metálico del silencio, desde la habitación de al lado, resuena un chasquido seco; un crujido repentino que me eriza el vello de la nuca; sé que no es Raúl quién lo ha producido; Es más que una intuición, una certeza, y aún así mis labios se aventuran a pronunciar su nombre: -¡Raúl!, mi voz suena ajena y encogida, sin resonancia; es cierto que sé que el ruido no le pertenece a él, y es cierto también que no pretendo una respuesta; que efectivamente se resiste a llegar; que no llega nunca; que no espero ya. Querría levantarme y comprobar que todo está en orden; sería lo lógico: constatar que está Raúl con la niña; y que el estruendo ha sido solamente un juguete que se cae, un muñeco que resbala; pero  me lo impide la certeza de saber que no es así, y que no encontraré a Raúl, no encontraré a la niña. Intento moverme, solo procuro un movimiento leve, un simple giro de cabeza, pero los músculos no responden: el espanto o tal vez el aturdimiento de las pastillas; así que miro fijamente dentro de la mirada furibunda de Pound; y siento como la agitación de mis latidos golpea mis propios ojos; que ya no se quieren cerrar, que ya no pueden hacerlo, a pesar de todo. Ojos y oídos abiertos al espeluznante sosiego que inunda ahora las tinieblas de la habitación. Y aunque no se oye nada, salvo mis propias palpitaciones, sé que será por poco tiempo: un segundo, dos, imposible determinarlo y el roce de unas pisadas que se acercan por el pasillo toma forma, un siseo lejano al principio, un ronquido enojado ya; y el lamento alarmado de la bisagra al abrirse la puerta de la habitación. -¡Raúl! ¿Eres tú? La pregunta es estúpida y no obtiene respuesta. Silencio. Sigo sin poder girarme y de mi garganta no brota el aullido que suplico. Un nuevo silencio, un eterno silencio, silencio que no llega a un segundo, una milésima de segundo apenas de silencio. Noto el peso nuevo sobre la cama que hace temblar mi propio cuerpo y, ahora si, percibo el hálito azulado y acre que me envuelve. Busco con la vista a Pound, que ha ocultado su mirada detrás de las otras prendas y de la remota subconsciencia de mi propia garganta surge entonces un aullido que no me cuesta reconocer: Papá, papi, ven.



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