20 de enero de 2014

Demasiadas Mañanas




...pero cuando se haga completamente de noche
los perros callarán
y el silencio de la noche quedará destrozado
por todo el ruido que hay en mi cabeza
porque nos separan miles de kilómetros
y demasiadas mañanas.

Bob Dylan - "One too many mornings"






Jan O'Lader - "Subterranean Homesick y otros delirios"



DEMASIADAS MAÑANAS

El olor a coles hervidas lo invade todo. Siempre ha sido así en el edificio, y pese a todo, a pesar de la costumbre, o por muy dilatado que sea el espacio de tiempo que permanezca uno dentro, es imposible no ser consciente del hedor ácido y fermentado que flota en el aire, impregnando cada hueco y llegando hasta el último de los rincones. Sin embargo, Eusebio, sentado al lado de la ventana, es completamente ajeno a él; la salitre le devoró el olfato hace tiempo. No se lamenta; No lo echa de menos. Más bien es al contrario; ignora las razones por las que habría de añorar un sentido al que nunca ha encontrado una utilidad clara y sí, por otro lado, obvias desventajas. Descansa sobre una butaca antigua y desvencijada en la que ha tomado la costumbre de apoltronarse las últimas semanas. Muebles, lámparas, cuadros, libros, ropa; nada hay nuevo en el piso. Ningún objeto es moderno o reciente. Sería difícil para él explicar esa afición por lo añejo; no es placer lo que le produce exactamente, sino una plácida mezcla de comodidad y despreocupación. Así que todo es vetusto allí, pero no antiguo; sino, más bien, trasnochado, ajado o rancio. No muy distinto a como él siente los cincuenta y ocho años que acaba de cumplir. De su arcaico tocadiscos emergen los nasales y desaliñados gorjeos de un Dylan todavía niño: otra vieja pasión, o tal vez la misma. A pesar de los años embarcado y de las resacas en puertos olvidados, Eusebio no entiende el inglés. Y sin embargo, la sonoridad de cada verso percute en su cerebro permitiéndole comprobar que los sonidos guardan el orden que siempre les ha correspondido: an de sailen nait uil xarer from de saunds insai mai main… Siempre ha considerado que no hace falta saber idiomas para presagiar lo que le duele al judío de Minessota. A su derecha, sobre el cristal, un arpegio desordenado de gotas de lluvia compite con la cadencia lastimosa de la guitarra. En sus manos, colosales y deformadas por las innumerables cicatrices y durezas, sostiene un periódico. Acaba de levantar la mirada de su primera página y sus pensamientos derivan más allá de los cristales; No llueve demasiado ahora, aunque la tarde ha estado muy inestable y se percibe claramente que las aceras están húmedas y resbaladizas. Un bullicioso grupo de adolescentes se refugia en el portal de enfrente con el ánimo excitado de las tardes de los viernes. Delante de ellos, sobre un gran charco en la calzada se reflejan las luces de su edificio y puede reconocer perfectamente su propia silueta reflejada sobre el espejo que ha formado el aguacero. En el piso de al lado se adivina luz también. Un automóvil al circular salpica a varios peatones provocando las risas y el barullo de la muchachada. Pero Eusebio no presta atención a la escena; en ai gueis bac tu destrit de saidguoc en de sain… Su mirada regresa a la portada del diario: El parlamento europeo ha decidido demorar la prohibición de la pesca de arrastre otros cuatro años. No hace mucho tiempo esa noticia le hubiese animado el día. Hoy, sin embargo, aunque se alegra por algunos compañeros (todavía vivos, todavía en activo, todavía amigos) a él, en el fondo, todo le da lo mismo. Aún así, no puede evitar continuar inmóvil, con el gris de sus pupilas perdido, de nuevo, tras el manto de lluvia que refresca una noche que aún empieza. Desde la Travesía de Vigo las ventanas no respiran la brisa del mar.

Haber perdido el olfato no le quita el sueño y, sin embargo, lo de los oídos es algo bien distinto. Es posible que al comienzo le hubiese sido imperceptible. El médico le asegura que tuvo que ser así: un hilillo minúsculo e inapreciable que fue creciendo poco a poco. Quizá llevaba algún tiempo ya dentro de su cabeza y no había disfrutado de la tranquilidad o la concentración necesaria para advertirlo. No decía él que no pudiera ser esa la verdad. Aunque, si tuviera que hacerlo, pondría la mano en el fuego por que no sucedió de esa manera. Claro que ahora le es imposible saberlo, porque la memoria no retiene las cosas que considera corrientes. Así que Eusebio no consigue recordar como era el ruido del interior de su cabeza cuando no oía nada. El sonido de sus pensamientos en la tranquilidad de la noche, por ejemplo. Quién se para a retener eso. Pero a él le parece que, sí, el silencio existía entonces o, al menos, que debió existir alguna vez. Confiando en el instinto, apostaría a que fue repentino. Que cuando surgió el ruido, fue el mismo día en que lo percibió claramente por primera vez: aquella tarde, tumbado en el sofá, mientras ignoraba de manera intencionada las noticias que vomitaba el televisor. De ese momento -El momento último en que pudo disfrutar de un poco de paz- es absolutamente consciente. Del momento en que nació el infierno, que fue el inmediatamente posterior, también. No existió, tal y como él lo percibió, una frontera temporal entre una cosa y la otra. Está uno perfectamente ahora y al momento siguiente llega el suplicio. Sin un paso o una aduana. No existe un período de transición, por breve que sea, en el que uno pueda asumir que no hay marcha atrás. Nadie le dijo: Amigo, disfruta de estos últimos diez minutos; serán los últimos de sosiego. Se acabó la tranquilidad: no volverás a saborear el silencio, el de verdad, en toda tu vida. El acúfeno -el pitido atronador que le zumba en el oído interno- llegó, sin síntomas previos, una tarde del pasado verano y dentro de su cabeza continúa; constante, inalterable, permanente, durante nueve meses ya. El médico le ha confirmado que allí seguirá muchos años. Tantos como viva él. Así que Eusebio, ahora, cuando lo necesita -que es casi siempre-, inventa una dimensión que sustituye al silencio. Pone en marcha el primitivo tocadiscos. Zimmerman -yur rait from yur said aim rait from main- hacía casi quince años que no cantaba para él.

Entre el estrépito del interior de su cabeza y los acordes que bostezan los altavoces, tarda un tiempo en distinguir unos chillidos que no corresponden ni a un lugar ni a otro. Son voces alteradas. No muy elevadas ni intensas, pero sí nerviosas y algo atropelladas. Curiosea a través de la ventana para comprobar si proceden de la calle. Los muchachos en el portal han dejado de alborotar y se arremolinan sobre el teléfono móvil de uno de ellos. Delante del grupo, reflejado sobre la superficie pulida del enorme charco, se intuye que en el piso contiguo al suyo se producen movimientos de gente. No distingue rostros ni figuras: le parece recordar que una pareja joven entra en ese piso cada tarde, pero no se atreve a jurarlo. Aunque es frecuente que salude a un par de ellos con los que se cruza en el portal, la realidad es que no conoce a ningún vecino. No sería capaz de reconocer a ninguno si lo viese en otro sitio que no fuese el edificio. Los ruidos cesan momentáneamente y Eusebio consigue volver a concentrarse por unos segundos en la nada, permitiendo que la música conquiste sus oídos y enmascare el enojoso chirrido que le atruena la mente. Deja caer la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la butaca y cierra los ojos. Aunque sabe que no se trata más que de una ilusión, por momentos tiene la impresión de que se concreta algo parecido al silencio. El fastidioso pitido, sin embargo, continúa en su cabeza confundiéndose con los amargos lamentos de la armónica. Las voces del exterior adquieren de repente más intensidad, y aunque no alcanza a comprender palabras precisas, la energía y la inflexión con que son pronunciadas le hacen suponer que se trata de insultos. Se incorpora y baja levemente el volumen del tocadiscos. No le cabe duda de que vienen del piso de al lado. Los gritos son ahora mucho más enérgicos y puede discernir perfectamente una voz masculina -¡Hija de puta!-; una mujer devuelve agudos alaridos sin sentido. Un nuevo silencio e inmediatamente un topetazo seco y estruendoso contra la pared. Eusebio duda si coger el teléfono y llamar a la policía. No hace nada; permanece de pie, tenso, a la espera de acontecimientos. El ruido dentro de su cabeza se vuelve ensordecedor. Lo que se escucha a continuación le parece que viene de la puerta que da al pasillo. En el eco del corredor las voces resuenan magnificadas. El vozarrón desquiciado de un hombre amenaza con matar a alguien. Eusebio abre la puerta instintivamente y se asoma al descansillo. El cuerpo ingrávido de una minúscula joven se atropella contra su pecho, sin que el impacto llegue a moverlo de su sitio. Ella sangra por la nariz y tiene la blusa rota.  Frente a él, un hombre con cara infantil y ojos enfurecidos se ha quedado inmóvil; los brazos abiertos, y en la mano una navaja. El joven lo mira a los ojos. Después dirige su mirada a la chica. Eusebio no hace nada. Permanece allí, estático, de pie, con sus enormes manos abiertas, sin saber qué decir. 

No te metas en esto!-. Al joven le cuesta contener los jadeos por el esfuerzo y -se huele- el alcohol.

Eusebio continúa inmóvil y en silencio, con la muchacha a su lado. Puede escuchar como en otros pisos los vecinos se arriman a las puertas y los ojos observan por las mirillas. Se oyen susurros alarmados. 

No te metas en esto!-. Repite el muchacho.

La joven se ha aferrado a su brazo y tiembla de manera descontrolada. Eusebio, sin apartar la mirada de la navaja, empuja a la chica hacia dentro de su piso con un ademán. No tiene intención de razonar con nadie. Sin gesticular, levanta su mano derecha con el índice extendido y la muestra al hombre, que continúa en la misma postura que hace un momento. Los dos hombres permanecen en silencio unos segundos, observándose, sin articular palabra ni modificar el semblante. Entonces, el joven sonríe. -Muy bien, perfecto. ¡Ahí te quedas, zorra! ¡Ya volverás!- Con enérgicas zancadas regresa hacia la puerta de su piso. Antes de cerrarla, asoma la cabeza hacia el descansillo y se dirige a Eusebio, que continúa con la mano en alto. -¡Capullo!-  A continuación un estruendoso golpe anuncia que se ha encerrado en casa.

Eusebio permanece aún unos segundos en el umbral antes de entrar en el piso. Una vez dentro, con la espalda apoyada sobre la puerta, observa a la joven que, de pie en el centro de la sala, lo mira aturdida y aún temblorosa. Cuando se escucha a sí mismo preguntándole si se encuentra bien y asocia sus palabras con la patética imagen que tiene enfrente, se encuentra un poco absurdo, sin embargo, la muchacha asiente de manera inconsciente y sonríe. Le falta un diente. Debe tener unos veinte años, veintitrés como mucho, y es menuda y enjuta. El pelo pajizo y muy castigado se le balancea sobre el rostro y se mezcla con el garabato de sangre que le brota de los orificios nasales, dándole un aspecto sucio y lamentable. Eusebio, con un gesto, le muestra donde está el baño. -Lávate un poco. Te busco una toalla.- Del otro lado de la pared se escuchan los desquiciados gritos del vecino. -¡Hija de puta!  Ella sonríe fingiendo no haber escuchado nada y agradece el ofrecimiento con la mirada. Se introduce en el baño y cierra la puerta. El silencio recién nacido permite a Eusebio ser consciente del atronador infierno que se está produciendo en el interior de su cabeza. Siempre le sucede igual: La tensión acelera el pulso al acúfeno. Se sirve una copa de ginebra. No es que el alcohol apacigüe el alboroto mental, más bien al contrario, pero después de lo sucedido siente que necesita un trago de algo fuerte. Recuerda la toalla. No encuentra ninguna limpia. Así que golpea la puerta del baño con los nudillos y le indica que use la que está en el lavabo. No es necesaria la sugerencia; Ya la ha usado. La puerta se abre y reaparece ella con mejor aspecto que hace unos minutos. Con el rostro limpio y el pelo arreglado puede que parezca incluso más joven, pero la camisa desgarrada y manchada de sangre le da un aire triste y trágico. -A ver si encuentro algo que te sirva-. Eusebio desaparece durante unos segundos y cuando regresa por la puerta de su dormitorio trae en sus manos una camiseta con el rostro impreso del Che Guevara. - Es vieja pero está sin usar. A mi nunca me ha servido.

-¿Por qué la compraste entonces?-. Es la primera vez que oye su voz. Le parece que suena a ratón alarmado.

- Hubo un tiempo en que el Che era la referencia. La compré en Rosario. Es horrible… pero, gracias a Dios, no tenían mi talla-. Eusebio le guiña un ojo y sonríe por primera vez como si lo que hubiese dicho tuviera gracia. Por la sonrisa de ella comprende que probablemente no tiene ni idea de quién es aquel hombre ni donde queda Rosario. Se limita a cogerla y observar atentamente la cara que la mira de soslayo desde el frontal de la camiseta. Después, sin importarle mostrar sus pechos diminutos, se quita la raída camisa allí mismo y se la pone. -Me queda bien. Gracias. Me la quedo.- Sonríe mostrando el hueco donde una vez hubo un diente. -Perdona al gilipollas ese- Señala hacia la pared - Está borracho-. A él le parece una disculpa idiota. Además de venir de quién no corresponde, no existe borrachera que disculpe blandir una navaja contra alguien indefenso y desarmado. Se calla y deja que la muchacha se tranquilice mientras observa la lluvia caer a través de la ventana.

-Joder, esto parece la casa de mis abuelos. Todo parece del siglo pasado.

-Si te refieres al XX, si, casi todo el del siglo pasado.- Contesta Eusebio desde la cocina. Prepara una cena atropellada. Hace días que no va al supermercado y tiene que improvisar con un par de conservas y un paquete de macarrones. Él siempre se ha arreglado con cualquier cosa. Teresa, -ya han hecho las oportunas presentaciones-, se ha calmado y escucha música en el salón mientras él se arregla como puede con los cacharros. Desde el piso de al lado no ha vuelto a llegar ningún ruido. Su compañero duerme la borrachera. Al menos eso es lo que ella le ha asegurado que sucedería; que caería rendido y la dormiría hasta el día siguiente. Si a Eusebio no le importa, se quedará allí un rato. En su piso no está el horno para bollos de momento. No hay problema alguno por que se quede, por supuesto. El tiempo que ella quiera, recalca Eusebio, al tiempo que le ofrece una silla y un plato. No es necesario que se vaya enseguida. Ella sonríe nuevamente mientras se lleva el tenedor a la boca.

- ¿Quién canta?, tiene una voz horrible.- Teresa tuerce la boca mientras pronuncia la palabra horrible.

Eusebio se disculpa entre risas. Los aullidos rasposos de Dylan no han dejado de sonar en toda la tarde y en estos momentos atormentan sus oídos con "Ballad of Hollis Brown". 

-Es el Che Guevara. El tipo de tu camiseta-. Bromea él desternillándose. Le sorprendería que le gustase. Comprendería, de hecho, que no le gustase a nadie en el mundo. Al fin y al cabo, siempre ha cantado en exclusiva para él y nunca ha sentido la necesidad de compartirlo. - Enseguida lo quito-. Hace ademán de levantarse.

- Ni se te ocurra. Es mi favorito. Mira mi camiseta.- Ambos ríen. 

-Te pondré la canción que más me gusta a mi-. Eusebio se levanta. Coloca la aguja al comienzo de "One too many Mornings" y sube el volumen. La guitarra comienza a sonar, como siempre triste y lastimosa. A Eusebio el semblante se le transforma.

-No sé inglés.- Dice Teresa. 

Él le hace un gesto de cautela con la mano para que guarde silencio y con voz seria y profunda finge traducir cada verso siguiendo el ritmo de la canción:



Down the street the dogs are barkin’ and the day is a-gettin’ dark
Llora el viento y la ola derrite su verde murmullo en el silencio 
As the night comes in a-fallin’ the dogs’ll lose their bark
Entre ola y vientos, se aferra a las escamas de su barba plateada
An’ the silent night will shatter from the sounds inside my mind
Entre viento y olas, vuelan ausencias desde el cielo a la semana. 
For I’m one too many mornings and a thousand miles behind
Surca el tiempo la gaviota por la estela de los vientos y las olas.

From the crossroads of my doorstep My eyes they start to fade
Sueña el niño que la lluvia trae espumas y es espuma lo que besa
As I turn my head back to the room Where my love and I have laid
Entre espuma y arenas, suplica indulto el malhumorado remolino
An’ I gaze back to the street The sidewalk and the sign
Entre arenas y espuma, ignora el sueño donde acecha su castigo
And I’m one too many mornings An’ a thousand miles behind
Surca el tiempo la gaviota por la estela de la espuma y las arenas.

It’s a restless hungry feeling That don’t mean no one no good
Resuena en su tambor el engranaje eterno de los pensamientos
When ev’rything I’m a-sayin’ You can say it just as good.
Llora nadie, nadie canta, extravía su pulso en la noche el miedo
You’re right from your side I’m right from mine
Y la luna se derrama sobre el aullido de su propio desconsuelo
 We’re both just one too many mornings An’ a thousand miles behind
Vuela la gaviota. Ya era hora. La hora de cargarse al cabrón de al lado.

Suena todavía la armónica durante unos segundos en los que Teresa observa, con los ojos abiertos como platos, como él, con el mismo gesto serio con que acaba de recitar la canción, se dirige al tocadiscos y lo apaga. Espera alguna reacción en su cara. De repente, estalla. - ¡Qué cabrón! ¡Te lo has inventado todo!-. No puede dejar de reír.
- ¿Importa realmente si es real o inventado? - Le guiña un ojo.- Es lo que tiene Dylan. Hoy dice eso, mañana puede que sea otra cosa. Siempre a gusto del consumidor.- Se pone serio de nuevo. -Hazme caso, denúncialo y desaparece. Mándalo a la mierda. No quiero meterme donde nadie me llama, pero es eso lo que deberías hacer.
Ella continúa riendo y simula no haber oído la última frase de Eusebio. -Odio las gaviotas. Son asquerosas. Además, me recuerdan al PP.
- En tierra pierden la dignidad, si. Es en el mar donde deben estar. Allí son majestuosas.
- ¿Un poco como tú?
- Hazme caso: Denúncialo. Te he puesto sábanas limpias. Sonará a novela barata, pero puedes dormir en mi cama; yo dormiré en el sofá.

El silencio de las siete de la mañana huele a café recién hecho pero Eusebio no lo sabe. Acaba de levantarse y está de pie, frente a la ventana, sosteniendo en su mano derecha la nota manuscrita que le ha dejado Teresa. Con letra nerviosa le agradece lo que ha hecho por ella y le avisa de que la cafetera está llena sobre la placa de la cocina. Se vuelve al piso de al lado. Es difícil de explicar, pero prefiere estar allí cuando él despierte. Menos lío así. Mucho mejor para todos, él incluido. De todas maneras, ahora que se conocen podrán verse a menudo. Por cierto, le ha tomado prestado su disco del "Che". Espera que no le importe. Le regala un beso. Eusebio hace añicos la nota y la arroja a la papelera. Para qué demonios querrá ella un disco. Se deja caer sobre la destartalada butaca. En la calle continúa lloviendo. Las mañanas de los sábados suelen ser distintas a ningunas: desde la Travesía de Vigo las ventanas no respiran la brisa del mar. Nadie pasea por las aceras y los pocos coches que circulan no tienen a quién salpicar. Sobre el charco de la calzada las gotas de lluvia juegan con el reflejo de unas cuantas estrellas rezagadas. Bajo un contenedor de basura dos gaviotas compiten por los desperdicios que han quedado de la recogida. Eusebio cierra los ojos y se concentra. Por primera vez en mucho tiempo le parece sentir que las olas resuenan en el interior de sus oídos. Hoy bajará a pasear por el puerto. El hedor ácido y fermentado que invade este edificio empieza a resultarle insoportable.



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