13 de enero de 2014

Rigor Mortis

 
 

 

Aaron D'jel  - Los relatos de Los Paramos
 



Rigor Mortis


Cesó la lluvia y una afilada centella de luz se posó sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Al hijo de La Sarabia lo habían echado en falta hacía tres días. No era extraño, cuando explotaba la ciclogénesis, que la gente se refugiara en casa ajena en espera de la calma. Por eso a nadie alertó demasiado su ausencia al principio. Cayeron del cielo toscos pedruscos de hielo que derrumbaron los tejados y se supo que Rabalo, el dueño de Perra Vella, estaba con los de Casilde. Llegó noticia también, de boca de quién no teme a las descargas eléctricas, de que en casa de los Perotos habían alojado a la niña de Sarmiento. Pero de Tasmanio nadie había sabido dar razón. Cuando la lluvia airada dio paso a un obstinado orvallo y el joven siguió sin dar señales de vida cundió cierta alerta en Los Paramos.

Cesó la lluvia y una rendija en el cielo dejó discurrir una afilada centella de sol que se posó sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Sobre el barro renegrido de La Veiga descubrió su cuerpo desnudo el menor de los Trépedes. El rostro, envarado por los días transcurridos desde el deceso, no transmitía emoción. El lustre de los ojos asomaba desvaído y de su boca pendía un hilo de agua de lluvia todavía sucio de hojarasca. Los azules cardenales sobre su cuerpo no dejaban lugar a dudas: Lo habían matado a palos. 

El muchacho se dirigió al finado con el tino de quién está habituado a hablar a los muertos:

-¡Carallo, Tasmanio, tes á xente tola a buscar por ti!

Tasmanio no quiso contestar. 

Cesó la lluvia y el viento abrió una rendija en el cielo por la que discurrió una afilada centella de sol que acabó por posarse sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Tiene sentido que en Los Paramos la vida y la muerte no se distingan con facilidad. Brumas húmedas y espesas como calumnias no permiten discernir tampoco entre el día y la noche. La gente nace con las pupilas acrecentadas y medra con el alma entumecida. Llega la muerte como el trámite inapelable de un paso hacia más de lo mismo. No es fácil para el nuevo acostumbrarse al desconcierto. Algunos llegan. Sobra una mano para nombrar a los que se quedan.

Cuando Tasmanio fue a ver a su madre hacía ya tres días que le habían dado sepultura. La Sarabia no se había dejado ver en el entierro. La puerta de su casa, sin embargo, quedó abierta desde entonces. Supo así Tasmanio que se le esperaba. 

 
-Moito tardaches. A Soliña non ten auga e hai que munxi-las vacas.

 
Que los animales se encorajinan en presencia de los difuntos es cosa que nadie ignora. Mucho menos en Los Paramos. Por eso Tasmanio hizo caso omiso a su madre. Se quitó la chaqueta negra de su inhumación y se dejó caer sobre la cama. A pesar de todo, estaba cansado y le dolían los huesos. No todos se sienten cómodos al principio. Algunos tardan en acostumbrarse al frío yermo y despiadado que se les cose a las entrañas. La Sarabia gruñó al verlo tendido. Iba a dar más trabajo que de vivo. Otras tres jornadas transcurrieron hasta que Tasmanio tuvo el ánimo de incorporarse y cuando lo hizo llevaba todavía la ropa que vestía en el féretro.

Cuando, tras el óbito, entró en la taberna de Trépedes se hizo el silencio por unos segundos. Sucede siempre que se ve por vez primera a quien ya no tiene pulso. Desde la que antes era su mesa, Chuspo, Boaldo y Lenteja lo observaron contrariados. Tres vasos medio llenos aguardaban compañía para el comienzo de la partida. Sin ánimo de incomodar sosiegos, Tasmanio saludó con la mirada. Sus ojos decían: No se juega al Mus con un muerto. Las deudas no tienen valor y, además, es deber de cada uno conocer dónde está su sitio. En una esquina compartían bancada los perecidos en la crecida del año siete. Buscó allí Tasmanio su hueco. Sin recelos ni malicia. Hay amistades que no merecen ser puestas a prueba.

A nadie escapa que a un fallecido jamás se le pregunta por el fatídico momento. Una cosa es acostumbrarse a vivir con ellos y otra distinta no saber respetar ciertos pudores. A veces, como sucediera con el viudo de La Carreña, es el propio difunto quién ofrece explicaciones. Por acallar infundios, aseguran otros finados. Si no, a quién le gusta hablar de esas cosas. A Tasmanio no hubo quien quisiera importunarlo. Nadie mencionó nunca la mortal paliza que recibió en La Veiga. Que las habladurías le importaban bien poco lo había dejado claro años antes; cuando lo de la rubia de Goián. Es posible, de todas maneras, que tampoco supiera mucho más que los demás. En ocasiones la parca aparece por la espalda. Como una sombra. Sin que exista indicio ni razón; Sospecha siempre hubo. En eso Los Paramos no se distinguen del resto del mundo. 

Enmudeció el viento y del suelo de La Veiga asomó la mano inerte de Velidia Peroto. Sucede a veces que llega del noreste un aire fosco y destemplado que sopla sucio durante unos días, tiznando rostros y ropas tendidas. Vivos y muertos se recogen entonces en sus lugares. No se teme a la mancha sino a la vesania. No es fácil mantenerse cuerdo para quién se somete a la textura del cárdeno soplido. Con las primeras brisas se perdió la pista a la mayor de los Perotos. Los que la conocían cavilaron que sabría cuidarse. Eran ya muchos los años que habían pasado desde la primera vez que saliera sola por Los Paramos. La senda le era bien conocida. Sólo cuando los enlutados rostros de los que no tenían donde guardarse arquearon las cejas comenzó a brotar el desaliento en la familia. Su padre embozó el rostro con el cubrecuello y partió a por ella.

Enmudeció el viento y bajo el manto de hollín que cubría el suelo de La Veiga asomó la mano inerte de Velidia Peroto. Con bilis en la garganta y las uñas desgarradas por los guijarros, Peroto Padre desenterró el cadáver embarrado y gélido de su niña. Los primeros temores se desvanecieron: La muchacha tenía las ropas intactas y no existía señal de violencia. Velidia había fallecido inmaculada. No era la primera adolescente que se iba virgen en los Paramos. Clodia Fiñanes, La Clodia de Muros Altos, había expirado con dieciocho años y las ganas íntegras. Por la senda del puente viejo continúa incomodando a los varones con sus impúdicos ademanes. Velidia cumplía diecisiete el día que abandonó a los vivos. 

Espesas lágrimas de Astolfo inundaron la tierra oscura de la Veiga mientras trastabillaba con el cuerpo exánime de su tesoro en brazos. Velidia entreabrió los ojos.

-Meu Pai, finei sen catar home.

Astolfo Peroto llevó su mano sobre la frente macilenta de su hija y con un gesto le borró la mirada. 

Enmudeció el viento y bajo el áspero manto de hollín que cubría el suelo de La Veiga asomó tímidamente la mano inerte de Velidia Peroto. Los que entienden de la vida y la muerte conocen bien que no existió crimen en aquel fenecimiento. Tampoco rindió, sin embargo, conciencias demasiado tranquilas. No es lo mismo matar a palos a quien lo merece que empujar al que más se quiere a arrancarse la vida. Astolfo dejó el cadáver de la niña sobre la mesa de la cocina y se despidió de los suyos. Dejaba la comarca. Los fantasmas de los suicidas suelen ser comprometidos. Así ha sido siempre en los Paramos. Como testimonio de sus faltas quedó el garrote bien a la vista. La sangre seca de Tasmanio aún no había sido purgada. Aseguran los que alguna vez lo hicieron que a quién mata por convicción le gusta volver a paladear su gloria.  

La Sarabia fue la primera en ver a Velidia tras su defunción. La muchacha buscaba a su hijo.

-Levao e que non volva.

Que los muertos no fornican es cuestión bien conocida. No es lujuria lo que siente Clodia Fiñanes cuando asalta a los hombres que cruzan el puente viejo. La copulación es un acto intervivos, pues los difuntos no conciben difuntos. Incluso de aquel lado es sabia la naturaleza. Velidia cruzó inexplorada. Sin embargo, ahora nada le impide amar a Tasmanio. La justicia de los muertos es eterna por esencia. El dinero mueve la otra ley de los Paramos y todo el mundo sabe que ni los proscritos ni los muertos pagan impuestos.



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario