Lea Jordan- Relatos sin coartada.
ENTRE CENIZAS
Él, como cada
día a las ocho menos diez, recogió sus cosas de encima del escritorio y se
preparó para salir. Su servicio terminaba a las ocho de la tarde y jamás, desde
que había tomado posesión hacía veintidós años, había abandonado la jefatura ni
un minuto antes ni uno después. Invariablemente, una jornada tras otra, a las
ocho en punto, salía al pórtico que daba a la Calle Durany, contemplaba el
cielo y, si no llovía, se dirigía con paso tranquilo hacia su casa. Esta vez
sonó su teléfono justo en el momento en que estaba a punto de dejar la
comisaría. Y aunque, a decir verdad, también tenía por costumbre no atender el
móvil cuando estaba de servicio, éste -en sentido estricto- había finalizado y,
además, era cierto que llevaba una vida esperando aquella llamada. Por eso, en
vez de exponerse al intenso ruido de la calle prefirió permanecer dentro del
edificio. Salió al paso con un breve “dame un segundo”, tapó el micrófono y después
de unos brevísimos instantes de vacilación, se dirigió a la sala verde donde habitualmente
se llevaban a cabo los interrogatorios. Una vez dentro, echó el pestillo y
reanudó, o más bien inició, la conversación telefónica. Preguntas y respuestas de
cortesía. Sí, estaba bien. No, no se había casado, mucho menos tener niños. Su madre
había muerto hacía dos años, sí una pena… ¿Papá? No, todavía vivo. Sí, vivía con
él… claro, los achaques típicos de esa edad. ¿Y ella qué tal?... ¡conservaba el
mismo número de teléfono! Ah, el bueno de Romero… seguían jugando la partida
los sábados. Asintió con firmeza, por supuesto que podrían verse. Insistió en
que cualquier sitio le venía bien. Podía acercarse él sin problema hasta el
centro. Barajó un par de sitios y ante la insistencia al otro lado del
teléfono, señaló que allí cerca, frente a su trabajo, había un pequeño cafetucho
con terraza. Si hacía bueno estarían tranquilos y podrían charlar mientras
picaban algo. No, claro, nada del otro mundo. ¿El jueves? El viernes, sí claro.
A las ocho, por supuesto. Le sudaban las manos cuando colgó. Por primera vez en
cuatro lustros, aquel martes pasaban de las ocho y diez cuando asomó su cabeza
por la puerta de la comisaría.
Ella marcó un número en el
teléfono y colgó agitadamente antes de que diera señal. Le temblaba todo el
cuerpo y no conseguía concentrarse en lo que iba a decir. Lo había ensayado un
par de veces antes, intentando anticipar las reacciones de él para así tener
preparadas las suyas propias. Tenía la voz quebrada y no conseguía reconocerse
en ella. Hizo un par de amagos más y finalmente al cuarto intento dejó que sonara
tono. “Dame un segundo” recibió por respuesta. Era una buena señal: parecía
buscar un sitio desde donde hablar con tranquilidad. La llamada parecía
importante para él. Al cabo de un rato, volvió a oír su voz a través del aparato
y sonrió nerviosamente. ¿Qué tal le iba todo? Se alegraba. Sí, ella estaba
bien. Sí, sí, se había casado. Dos niños, sí. El mayor este año al instituto.
El tiempo volaba. Eran ya veintiséis años de lo suyo. Parecía mentira. Claro,
eran unos niños entonces. Ella más. Había pensado mil veces en llamarlo pero, bueno,
nunca se había dado la ocasión. Ahora le había parecido que sí. Que era un buen
momento. Sí, había conservado el número de teléfono. El de siempre. El de sus
padres. El suyo se lo había dado Romero. Sí, los dos habían muerto ya. Papá en
febrero de este año. Mamá hacía trece, no, catorce en mayo. De lo suyo, si. A
Romero lo veía los martes en la consulta, hoy mismo había estado con él, pero,
oye… Por qué no quedaban a tomar algo y hablaban. El viernes mejor, era el
mejor día para ella. No, no, ella se acercaría. En serio, no hacía falta que
bajara al centro. Algo cerca de su trabajo. Ah, perfecto, iba a hacer bueno,
seguro. Entonces, allí quedaban. ¿Café La Almena? Estupendo, a las ocho
entonces. Sabía que la suerte estaba echada cuando colgó el teléfono. Ya no podría
echarse atrás.
Un enojoso
desasosiego lo acompañó el miércoles y el jueves. Las ideas se le arracimaban
en la cabeza y a la excitación inicial por haber vuelto a oír su voz le siguió
un irritante estado de abulia que le impedía poner las ideas en orden. Había
estado esperando tanto tiempo esa llamada y ahora, una vez que se había
producido, lo abordaban todo tipo de recelos. Resquemor. Un acre resentimiento le
había impedido desde entonces establecer algo serio con ninguna mujer. Quizás
porque, en cierto sentido, estúpidamente, había estado esperando por ella. Sobreviviendo
entre las amargas cenizas de un noviazgo que había muerto. Ella lo había
matado. Unilateralmente. Con nocturnidad. Alevosía. Ensañamiento. Sin darle
opción a una defensa que él consideraba legítima. Y veintiséis años después
volvía a llamar. Una llamada vaticinada: Le había dicho que con el tiempo se
arrepentiría; se daría cuenta de la estupidez que había hecho y lo llamaría. Y aún
así, a pesar de todo, él estaría esperando. Y realmente, tanto tiempo después, cuando
el teléfono sonó seguía haciéndolo. Últimamente, que las cosas no le iban bien
a ella había dejado de ser una simple intuición. Aunque ayer por teléfono le
había preguntado como si no supiera, en realidad estaba al tanto de ciertos pormenores
de la vida personal de ella y de su marido. No es difícil para un policía barruntar
si alguien tiene ciertos problemas escabrosos. Máxime cuando existe constancia
oficial e interés, no del todo legítimo, por saberlo. La llamada, al fin y al
cabo, no había sido del todo inesperada.
El miércoles y el jueves no dejó
de pensar en él. Se había arrepentido. Es cierto. Todo el mundo se había encargado
de reprocharle que acabaría haciéndolo. Incluso su padre había dejado de
hablarle durante un tiempo. Un colega del cuerpo como yerno era algo que colmaba
todas sus ilusiones. Que lo hubiese dejado mientras él estaba en la academia era más de lo que podía aguantar. Durante un tiempo el
corporativismo pesó más que el amor paterno. Y aunque finalmente, cuando
nacieron los niños, la cosa mejoró notablemente y la relación se rehízo, ella
siempre había sabido que él nunca llegó a perdonarla del todo. Aunque no salió
de la boca de nadie – al menos nadie la pronunció delante de ella- la palabra puta pasó por la cabeza de muchos. Lo que
todo el mundo, toda la familia, pensaba había sido evidente. Y al final, pasó
la vergüenza, pasaron los años, y ella, después de tanto orgullo tragado, tanta
mierda, se había arrepentido, es cierto. Nunca le había dicho a él que
lamentaba la manera en que lo había dejado. Ni una disculpa. Ni una excusa. No
las tenía entonces, pero quizás pudo haberlas inventado. Simplemente se había
enamorado de otro. Él iba a pasar un año entero en Ávila, en la academia y
después un destino en sabe dios dónde. Sobraron
las palabras. O tal vez simplemente faltaron, o no las encontró. O no había
querido buscarlas. Había sucedido todo hacía muchísimo tiempo y sí, era cierto,
que se había arrepentido. Y tal vez por eso durante muchos años se había
aferrado con más fuerza a su propio error. Intentando convencerse a sí misma de
que era feliz. O que podría volver a serlo. Porque al principio, antes de que
todo se torciera y a su marido se le agriara el carácter, lo había sido. Sin
duda. Antes del infierno había sido muy feliz.
Él, como cada
día a las ocho menos diez, recogió sus cosas de encima del escritorio y se
preparó para salir. Cruzó la puerta de cristal y miró al cielo. Hacía bueno. Dio
la vuelta y observó su imagen reflejada en el cristal de la puerta. Se acercó
un poco para verse mejor y se recompuso el pelo. Le tocaba peluquería el
próximo lunes pero la había adelantado para ayer. Le pareció que tenía un
aspecto bastante interesante. Intentó alisar una arruga en la chaqueta que
resultó más rebelde de lo esperado. Cambió la insignia de lado y de esa manera
la disimuló. Dio nuevamente la vuelta y echó la vista hacia el café donde
habían quedado. Ella no había llegado todavía. Sentía un hormigueo por todo el
cuerpo. Además no había comido así que el estómago le daba vueltas. A paso lento
cruzó la calle y se sentó a una de las mesas de la terraza. La camarera lo vio
llegar y arqueó una ceja en la distancia como preguntándole qué quería. Instintivamente
miró el reloj como si éste le fuera a dar la respuesta. A viva voz pidió un
vino blanco. En la esquina un músico callejero comenzaba a cantar en inglés acompañado
de un pequeño guitarrín de cuatro cuerdas. Pronto, aunque veintiséis años tarde, llegaría ella.
Antes de salir de casa, una vez
que se había arreglado y puesto el vestido verde, se acercó a la cocina y lo
volvió a mirar a los ojos. Esta vez sin miedo. No había brillo en ellos. Adios- dijo, – hasta nunca-. No recibió respuesta. Dio media vuelta y con paso decidido
se dirigió a la puerta de casa. Allí sacó del bolso dos sobres, cada uno con el
nombre de uno de sus hijos y los dejó apoyados en el jarrón del recibidor. Cerró
la puerta tras de sí y tragó saliva. Lo había hecho. Bajó las escaleras a
grandes zancadas. Cuando salió a la calle se paró delante del portal y miró
hacia el cielo. Durante dos minutos dejó que el sol le golpease la cara
mientras tomaba aire marcadamente por la nariz. Se sentía libre. Por primera
vez en muchos años se sentía emancipada de innumerables prisiones. Libre de miedos
y de culpas. Liberada de vergüenzas por fracasos propios y ajenos. Se sintió
como la flor que brota entre cenizas. Soberana. Redimida. Al sol. Sonrió. En tres
pasos se puso en la parada del bus. El número doce la dejaría justo adónde iba.
La vio bajar
del bus y se puso en pie. Estaba radiante. Salió a su paso y la recibió con un
par de besos. Olía a lilas. Le ofreció asiento. Ella tropezó ligeramente con una
silla. No supieron muy bien qué decirse. Entonces él llamó a la camarera que volvió
a responder con un arqueo de ceja. Un
bitter kas. Nuevamente se sentó y la miró a los ojos. Intentó recordar cómo
eran entonces aquellos ojos pero fue incapaz. Todas las palabras. Todos los reproches
y argumentos que lo habían acosado los dos días anteriores se desvanecieron. Se
limitó a estar sentado y en silencio. Mirándola a los ojos. A ella no pareció
incomodarle. Más bien parecía que llevaba tiempo planeando aquella situación y que
se encontraba cómoda en el papel. Le aguantaba la mirada y sonreía. Tranquila,
sin prisa, fue tomando su bebida a pequeños tragos.
Al bajar del bus lo vio sentado
a la terraza del bar y le costó reconocerlo. Parecía mayor. De lejos le recordó
a su padre, al de él, cuando tenía su misma edad. O quizás un poco mayor
todavía. Se acercó sonriendo. Se besaron y se sentó en la silla que él le
ofreció. Hubo un pequeño momento de confusión en el que ninguno supo muy bien
qué hacer ni decir. Meditó si era ya el momento, pero sobre la marcha decidió que
no estaría mal tomarse algo antes. Así que pidió un bitter que fue tomando a
pequeños sorbos mientras se miraban a las pupilas. No eran necesarias las
palabras. Se las habían repetido constantemente a lo largo de tantos años al
espejo de la conciencia. No le pareció que, después de todo, le guardaran
rencor aquellos ojos. Pero estaban cansados. Pasado un rato, decidió que había
llegado la hora. Echó la mano al bolso y lo abrió mostrándole a él la pistola
que había pertenecido a su padre. Después rompió en pedazos el silencio que
había entre los dos: “Está en el suelo de la cocina. No lo aguantaba más.”
La sangre le
bulló a la cabeza golpeándole los sentidos. Notó que se mareaba. Tardó un par
de segundos en hilar los pensamientos. Entonces, recordó la denuncia por malos
tratos. Se había recomendado ser cauto. Esas cosas a veces se confunden. Sintió
frustración por no haber hecho nada y a la vez sintió rencor hacia ella. Por haberle
fallado de nuevo. Si hubiese encontrado las palabras él quizá podría haberle
ayudado. Pero la miró a la cara y entendió que lo que había hecho era
inevitable. Había necesitado cerrar un círculo y lo había hecho de una manera
que no admitía alternativa para ella. Le sonrió levemente haciéndole saber que
entendía. La asió por un brazo y juntos se dirigieron a comisaría para tomarle
declaración. Al pasar por delante del músico callejero, éste entonaba los
últimos acordes en el ukelele. Nunca había sido bueno con los idiomas. Y sin embargo
sintió como algo se desgarraba en su interior cuando se sumergió en el
significado de aquel último verso.
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