Un verso suelto - Aldo Ajner
Introducción a la decimosexta edición
Creo que por entonces yo ya había
publicado mi tercera novela La amargura
del auriga y era muy infrecuente verme participar en actos públicos.
Procuraba someterme únicamente a las apariciones a las que me obligaba mi
editor, que, aunque pocas, eran más de las que yo deseaba. Sin embargo, fue
Colina, un buen amigo, quien durante una de nuestras tardes de oporto y filosofeo
había sugerido que hablase en aquel acto. A Colina no se le negaba nada. Nos
habíamos jurado recíprocamente no escribir nunca nuestros nombres en una
dedicatoria, y ambos lo habíamos respetado. Pero la nuestra era una de esas
amistades que se forjan entre humos narcóticos en la necedad de la juventud,
cuando todavía se está configurando el intelecto y se comparten bobas pasiones
que duran lo mismo que dura la eternidad. Éramos, por tanto, amigos en el
sentido magno de la palabra. De esos a los que, a pesar de los años de ausencia
o de la distancia, nunca mentas en pretérito: Tengo un amigo. Como os decía,
había asistido por sugerencia de mi colega y la verdad es que, como era
costumbre en mí, no llevaba nada preparado. La novela se había vendido bien.
Había tenido una aceptable acogida por parte de la crítica y se había traducido
a cinco idiomas. Digamos que tenía tema suficiente del qué hablar como para
perder el tiempo metiéndome en el corsé de una charla escrita. Debo confesar también
que como buen vago siempre me he dejado caer hacia el lado de la improvisación.
O tal vez sea esa cierta capacidad para inventar sobre la marcha la que ha
hecho que nunca, ni siquiera hoy, haya sido un trabajador demasiado devoto. El
caso es que me presenté en el Paraninfo del Centro de Iniciativas Culturales sin
nada nuevo que decir y poco viejo que aportar. Apenas lo exiguo que se exponía
en la contraportada de cualquiera de mis novelas: que había nacido, crecido y
“escribido” (una broma íntima entre Colina y yo). Y es completamente cierto que
no había mucho más. Así que, aprovechando que el auditorio estaba formado
mayoritariamente por jóvenes estudiantes de literatura y que últimamente se
había hablado bastante de mis novelas en los medios, centré mi discurso en la
compleja evolución de la psicología de Bermúdez, protagonista de “La amargura…”. A medida que avanzaba en
mi digresión, fui siendo consciente de que el silencio se había hecho con la
sala, y quise entender que era porque el auditorio disfrutaba de mis palabras.
Eso, o la presencia de Colina y los oportos que acabábamos de compartir en el
bar, hicieron que me sintiese íntimamente confortable. Fuese por una cosa o por
otra, el caso es que, como si de una de aquellas filosofales tardes se tratase,
derribé inconscientemente los prejuicios que obstaculizan la conexión entre cerebro
y lengua y cuando me di cuenta llevaba ya un rato largo hablando
distendidamente sobre las tragedias de Shakespeare. Me dio vergüenza el
atrevimiento. Sobre todo teniendo en cuenta el nivel del auditorio. Para los
que no lo sepan: mi formación académica es inexistente. A nivel superior me
refiero. Es decir, nunca estudié (formalmente, ya me entendéis) el teatro del
Bardo de Avon ni de ningún otro bardo que se os pueda ocurrir. Poseo algún
conocimiento, es cierto, porque he leído y presenciado sus obras como las de
muchos otros pero, como solía bromear, en lo que se refiere a la literatura mi
camino lo había viajado en dos autos distintos: el autodidactismo y la autoindulgencia.
En ciertas tertulias privadas había compartido mis impresiones con las de otros
apasionados sin pedigrí. Pero una cosa era eso y otra muy distinta era
permitirte hablar sin freno ni tapujo sobre el tema delante de, quién sabe,
puede que algún catedrático de literatura inglesa. En un ejercicio de
traslación de conciencia me elevé hacia el techo y pude observarme desde
arriba. Me sentí como un makinavaja cualquiera criticando el funcionamiento del
acelerador de partículas ante los físicos del CERN. Miré a mi amigo y noté que
le estaba haciendo pasar un buen rato. Cerré entonces la charla de manera un
poco abrupta, procurando que no se notase demasiado mi rubor, y dejé que se
diera paso al turno de preguntas.
Después de un par de cuestiones
un poco tontas pero no por eso infrecuentes, sobre cuánto de dinero y cuánto de
autobiográfico, llegó el turno de ella: Tenía el pelo rizado, al tipo africano,
lo que contrastaba notablemente con la blancura de su tez. Delgada hasta el
extremo de lo grimoso, hizo que me preguntara, cuando se levantó y cogió el
micrófono que le cedía una azafata, si no se trataba realmente de un dibujo
animado. Todo un carácter lleno de contradicciones, su voz era potente y segura.
Cuando habló tocó fibra:
“Hola, soy una gran admiradora de
su trabajo… me gustaría saber si nos
tiene preparado algo distinto para su próxima obra. Quiero decir, otro tipo de
personaje. No es que piense que todas sus novelas son iguales, no me entienda
mal. Las conozco bien y no tienen mucho que ver a simple vista. En fin, el
contexto cambia por completo y se ambientan en épocas que poco tienen en común.
Nada tienen que ver los desvaríos existenciales de un insecto con el homicidio
premeditado que nos desglosa en su última obra. Sin embargo, tal y como nos
exponía hace un momento - y quizá tenga ello que ver con el hecho de que se
haya referido de manera tan explícita a la obra de Shakespeare- en todas ellas
los personajes comparten un componente trágico que los convierte en una especie
de mártires de los miedos, fobias o traumas de su autor (a mi entender el único
elemento que tienen realmente en común). Lo digo por tratar de hallar el nexo de
unión de algo que a mí me ha llamado poderosamente la atención. Y digo bien, el
autor y no el narrador, porque estará conmigo en que en ningún caso se trata de
un mismo narrador. Ni de una misma persona narrativa si nos ponemos estrictos. Le
he estado dando muchas vueltas y, aprovechando que venía usted hoy aquí, no he
querido dejar pasar la ocasión de preguntarle esto: si eso era realmente así y
si no tenía previsto publicar una historia con personajes de carácter un poco
más vital, más optimista y que no estuviesen atormentados por, digamos, su
experiencia vital. Eso es todo. Muchísimas
gracias por regalarnos su presencia hoy aquí.”
La cándida sonrisa que me dedicó
al apagar el micrófono no se correspondía con la severidad que escondía el
fondo de su pregunta. Así que me limité a sonreír y, fingiendo que me había
hecho gracia su intervención, provoqué las risas del auditorio contestando que (lamentablemente
para ella) mi nueva obra ya estaba en marcha y el personaje escogido se
encontraba bien amordazado y atado al potro de las torturas. Aunque Colina
mantenía el tipo como si la cosa no fuera con él era evidente por su mirada que
por dentro se estaba descojonando.
La vida es rara. Han pasado ya muchos
años de aquello y puede que la memoria me engañe, pero aquella tarde debió ser
una de las últimas veces que vi a Colina. Siempre tan extravagante, la fortuna tenía
preparados menús distintos para cada uno de nosotros justo en el momento que
nuestros destinos parecían ir más parejos: los dos estábamos en racha en
nuestra carrera literaria. El caso es que a él circunstancias personales lo
trasladaron a Uruguay de donde ya nunca volvió y aunque siempre procurábamos
tenernos al tanto de lo que hacíamos y nos llamábamos para felicitarnos cada
vez que uno de los dos publicaba algo nuevo, la verdad es que creo que en
persona no volvimos a encontrarnos jamás. Siempre que intento imaginar su cara
me viene a la cabeza aquella extraña conferencia con la curiosa intervención de
la chica de pelo rizo.
Debo decir que el tema de la muchacha
y su pregunta no habían caído en saco roto. La anécdota me hizo reflexionar
profundamente sobre la influencia que tenía mi propia experiencia, mi
personalidad, sobre la caracterización de mis personajes y, de hecho, aquello consiguió
mantenerme un tiempo en vilo, sin escribir nada. Durante unas semanas
completamente improductivas le di mil y una vueltas a cuánto había de razón en
lo que había puesto de manifiesto aquella extraña. Colina me había hecho saber más
de una vez que le entusiasmaba el extraño realismo del que dotaba a mis protagonistas
y que, a su entender, provenía de la enorme complejidad de sus actos y
pensamientos, de que no respondían a estereotipos literarios sino más bien a
una suerte de libertad de acción. Y era cierto que yo siempre había dado mucha
libertad a mis criaturas literarias. Las dejaba ser y hacer. Quiero decir que tenía
por costumbre escribir sin un esquema preestablecido que permitía que se fuesen
desarrollando de manera autónoma a medida que, eso sí, se me ocurrían a mí las
situaciones. En cierto sentido nacían desprovistos de personalidad, como un
bloque de plastilina que se iba modelando poco a poco. Digamos que lo que yo
creaba era el contexto en el que los personajes actuaban, procurando ser lo
menos intervencionista posible, pero dejando, eso sí, que se abriese paso una
historia novelable. Como si fuese un padre vigilante que se limita a abrir la
boca de vez en cuando para decir “por ahí
no”. Parece un poco absurdo así contado, lo es de hecho, pero ese había
sido en realidad mi modus operandi en
todo lo que había escrito hasta entonces. De vez en cuando alguien me
reprochaba que porqué la Teresa de “La amargura…” había matado a su marido,
cuando podría simplemente haberlo denunciado. Yo siempre
contestaba lo mismo: “pudo haberlo hecho, sí, pero de ser así usted y yo nos hubiésemos
quedado sin novela”. Una verdad como un templo. En cualquier caso, y siendo
autocrítico, no podía negar que el tono trágico que ella apuntaba estaba ahí,
en todos y cada uno de ellos. Sin excepción. Sobre todos los caracteres que habían
surgido de mi imaginación hasta entonces había vertido unas ligeras gotas de
amargura y un cierto grado de frustración. No podía decir que esos fueran
sentimientos que me resultasen muy propios puesto que, hasta entonces, la vida
me había tratado lo suficientemente bien como para no haber conocido penas
demasiado trascendentes. De dónde surgía entonces. Acaso no era yo capaz de
escribir una historia sobre un personaje relativamente feliz. Si éstos debían
sentirse como hijos propios, por qué yo me empeñaba en complicarles la vida.
Tuve ocasión de comentar la
multitud de veces que me entrevistaron con motivo del eventual estreno de la
película, que la idea del personaje de Caribú había nacido de una fotografía
que contemplé en un libro sobre Salvador de Bahía: una imagen en la que un niño
baila despreocupadamente con los brazos abiertos sobre un anaranjado atardecer
en las finas arenas de la playa de Itapuan. Sin embargo, y sin dejar de ser
cierta la anécdota de la fotografía, debo confesar que el germen verdadero, la
semilla original de la novela que me ha convertido en un escritor popular se
encuentra en aquella tarde en que una completa desconocida me retó a dar una
vuelta de tuerca a mi creatividad. Aquella profunda reflexión que provocó me
llevó a perseguir literariamente una criatura que a pesar de las desagradables y
crueles circunstancias que lo rodeasen repeliese con su fuerza interior todas las
frustraciones y los reveses que le presentase la vida. Utilizando contra ellos una
sola baza: su constante y desbordante entusiasmo. Una vez que os he explicado
como trabajaba yo, entenderéis la arriesgada pirueta creativa que eso suponía
para mí, habituado a crear infortunios partiendo de las situaciones más
cotidianas. Ahora, dando un giro de ciento ochenta grados, debía poner todos
los medios para la tragedia y conseguir que la obra resultante no lo fuese en
absoluto. Es precisamente en el contraste de estos elementos en donde se
encuentra, a mi entender, el secreto del éxito de “Un verso suelto”. He
discutido repetidamente sobre esta cuestión y mi conclusión es que lo que ha
atraído y enganchado a lectores de todo el mundo ha sido precisamente la agria
ternura que provoca la candidez de ese niño brasileño que a pesar de todas las
miserias que lo rodean, de las redes de narcotráfico y prostitución que
intentan captarlo, de una madre irreflexiva y ausente, de un padre alcohólico y
maltratador, es capaz de seguir afrontando la existencia con ilusión
inquebrantable y consigue, con su fe en que nacemos para disfrutar, llenar de
color la sordidez de la favela en la que sobrevive. La fórmula no la inventé
yo, por supuesto, Charles Chaplin, si se me permite el atrevimiento, hace un
ejercicio magistral de ella en El chico, por
poner un ejemplo. Lo que es nuevo es que yo fuese capaz de utilizarla con éxito.
Los artistas nunca sabemos valorar nuestra propia obra ni acertamos a prever cómo
va a ser acogida, así que la repercusión que obtuvo esta pequeña novela me
cogió absolutamente desprevenido. Uno se pasa la vida a la caza de referentes
literarios, buscando compañeros que te aconsejen y te sirvan de modelo,
tratando constantemente de hallar la inspiración en las cosas trascendentales
de la vida, intentando escabullirse de los inútiles consejos de los editores y,
así, de manera insospechada, un día, es una completa extraña con una ocasional
intervención en una conferencia quien da con el resorte mágico que hace que te
conviertas en una figura de renombre.
La vida es rara. Calculo que no habían
transcurrido más de tres semanas desde la publicación de la primera edición
cuando una llamada telefónica desde Uruguay me anunció el fallecimiento de
Colina. En una extensa y conmovedora conversación con su mujer me enteré de que había
estado ocultando una penosa enfermedad que lo consumía desde hacía un par de
años. Traté de hacer memoria y fui incapaz de recordar ningún signo de ello en
nuestras últimas llamadas. Siempre había mostrado la misma jovialidad que lo había
caracterizado a lo largo de toda su vida. –¡Eso
es un verso suelto en tu obra!- había exclamado cuando le expliqué lo que me
traía entre manos. La expresión me había cautivado. Sugería a la vez a un loco suelto y todo lo lírico que se
personificaba en Caribú. No se me ocurrió mejor imagen que aquella para el
título pero es cierto que nunca le había dicho que acabaría utilizándola.
Conteniendo las lágrimas en la distancia, aquella mujer que nunca había
conocido personalmente y yo verbalizamos la veneración mutua que había existido
entre ambos. Me interesé por la situación económica en la que quedaba ella. No
tendría problema. Quedamos en seguir manteniendo el contacto y me adelantó que
Colina estaba trabajando en una pequeña obra de teatro que había dejado sin
publicar. Ella, por supuesto, sabía que podía contar conmigo para hacer las
correcciones oportunas, ya que era un procedimiento que nosotros seguíamos
habitualmente, pero dada la situación le dije que sólo lo haría si ella estaba absolutamente
segura de que Colina hubiese querido publicarla realmente. De esta manera,
durante un par de semanas, me vi dolorosamente sumergido en el texto póstumo
que recibí por correo electrónico desde Uruguay. Me enfrentaba a sus últimas
palabras y él había sabido que lo eran. Es curioso como el contexto en el que
fueron escritos hace que en ocasiones los términos provoquen emociones completamente
opuestas al propio significado que encierran. Es una cuestión casi mística,
sobre la que Colina y yo habíamos hablado mil veces mientras nos sorprendíamos
con alguna canción del Bob Dylan más imberbe. De aquella obra de teatro no se
desprendía en sí ningún tipo de amargura ni resignación. Más bien al contrario,
tal vez de manera consciente, había sido escrita con el espíritu jocoso y
ocurrente que siempre había caracterizado a mi amigo. Sin embargo, el ser
conocedor de las circunstancias en las que se había escrito hizo que cierta
desazón me invadiera a medida que avanzaba en su lectura. Quizás porque buscaba
un mensaje oculto. Supuse que, como imaginaba que me hubiese sucedido a mí,
habría sucumbido a la tentación de dejar plasmado algo que dejase memoria de él
para siempre entre sus lectores o entre sus espectadores. Una revelación. Una especie
de epifanía. O tal vez lo que yo estaba buscando fuese simplemente las palabras
de despedida que nos habían faltado. Palabras que de manera voluntaria él había
evitado. A la francesa. Pero, me convencí finalmente, allí no había más que lo
que se podía leer. Una buena obra, como todas las suyas, pero no más que una
comedia sin pretenciosidad alguna y sin quimeras. Debo decir que no me atreví a
tocar prácticamente nada. Arreglé un par de frases aquí y allá, cosas escritas
con prisa y que él evidentemente no había tenido tiempo de revisar y le devolví
el texto a su mujer agradeciéndole la confianza depositada. Le aseguré que se
trataba de una comedia excelente y que, como realmente acabó por suceder, tendría
un gran éxito.
No fue hasta
hace bien poco que, caminando hacia una fiesta en casa de unos amigos, los pies
y mi falta de orientación se empeñaron en ponerme delante de un cartel que
colgaba en la fachada del Centro de Iniciativas Culturales: Por la noche imaginaria de F. Colina.
Viernes 12 y Sábado 13 a las 22:00. Consulté mi reloj y comprobé que estaba a
punto de comenzar la primera de las funciones. No pude evitar la tentación de
ver de nuevo en escena aquella obra en la que, aunque de manera puntual y sin
mucho peso, había tenido la ocasión de colaborar corrigiendo un par de palabras.
Hice una llamada y disculpé mi ausencia de la cita que me había arrancado de
casa. Y así, inopinadamente, me encontré una fría noche de noviembre sentado en
la segunda fila del auditorio que muchos años atrás había sido testigo de mis
torpes desvaríos improvisados. No se me ocurría mejor escenario. Me gustó
comprobar por la escenografía primero y por cierto peso dramático en la
iluminación y la caracterización de los personajes después, que la directora,
una tal M. Palacios según indicaba el folleto, había respirado en la obra el
mismo espíritu que había inhalado yo cuando la leyera por vez primera hacía ya unos
diez años. Una especie de trascendencia, de significado, que tal vez, se me
ocurrió pensar, sí estaba entonces en la obra original. Quizás, al final, no
había sido sólo una imaginación mía. Desde luego, podía decirse que, a pesar de
su tono menor, la directora conocía bien al autor y no había banalizado la obra
en absoluto, lo que me hizo disfrutar de ella como si se tratase del estreno.
Fue este detalle el que, acabada la representación, me impulsó a acercarme a
felicitarla. De algún modo sentía que tenía cierto ascendente sobre el texto.
Me pertenecía de varias maneras: fui el primero en leerlo en su integridad, incluía
un par de palabras mías y, sobre todo, en él había intuido que Colina se
despedía de mí. Supuse que estos tres elementos eran suficientes para
argumentar el atrevimiento de acercarme a ella. De esta manera salí al pasillo
y me dirigí hacia donde imaginé que debían estar los camerinos. Me encontré con
el lógico revuelo de un fin de función. Felicité con una sonrisa a uno de los actores
y le pedí que me indicara quién era la Señora Palacios. Todavía emocionado, me
señaló con la mirada hacia el fondo del pasillo. Como pude fui apartando a los
bulliciosos actores que entre abrazos y algarabías celebraban el éxito y entonces,
abrazando y besuqueando a la protagonista la vi a ella: El pelo rizo a lo
africano, la tez blanca, la delgadez extrema, la voz potente…
Es rara la vida. Ella, el personaje
que, inconscientemente pero de manera rotunda, había cambiado el rumbo de mi
vida arrastrándome a la fama, me miró y sus ojos no dieron ni la más mínima
señal de haberme reconocido. Era evidente que no lo había hecho. No me
recordaba en absoluto. Así que no me quedó más remedio que presentarme. Pero tampoco
mi nombre pareció decirle demasiado. Como podréis imaginar yo estaba completamente
azorado y aturdido. Ni siquiera con la mención a “Un verso suelto” conseguí
sacarla de su ignorancia. Entonces comencé a contarle toda la historia, de
la conferencia, de su pregunta, de lo mucho que me había influido y lo que
había significado todo lo que vino después, pero fue sólo cuando en cierto
momento mencioné a Colina que ella pareció reconciliarse con su memoria.
Entonces le brillaron los ojos y sus labios dibujaron una delicada sonrisa. Y
de repente, como si finalmente hubiera entendido un chiste mil veces
incomprendido, rompió en una estridente carcajada que hizo que todos nos dirigiesen
sus miradas. –“¡El hijoputa de Colina!”- exclamó entre risotadas. Y cuando por
fin, después de un buen rato, pudo dejar de reír empezó a contarme como se
habían conocido en la escuela de teatro y de cómo él le había propuesto gastar
una broma inocente a un amigo que daba una conferencia; y de como ella, que no
tenía ni idea de quién demonios era aquel joven escritor ni qué novelas había
escrito, se había aprendido de memoria un texto y como lo había recitado, y
como finalmente se habían desternillado ante la reacción de él.
Entonces la abracé y nos
fundimos en una carcajada incontenible.
La vida es extraña. Nunca me creí
capaz de romper la promesa hecha a un amigo. Mucho menos a un amigo ya
fallecido. Muchísimo menos a Colina. Pero él me la jugó y yo me veo obligado a devolvérsela. Por
eso esta edición de “Un verso suelto” está dedicada:
Tengo un amigo
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