25 de noviembre de 2013

La secuencia de Moebius

 



 

Jean Roald - "Síndromes y Secuencias"

 
 

LA SECUENCIA DE MOEBIUS

Y por más que se lo suplicó en silencio, él no quiso sonreír. Se limitó a sostenerle la mirada. El rigor del rostro tenuemente difuminado en la penumbra. La mandíbula tensa. Los ojos inyectados. El dedo firme sobre el gatillo. El centelleo de los últimos rayos del atardecer se escurría con dificultad por los tragaluces enrejados de la capilla cuando se oyó una sorda detonación. Una amarga exhalación de pólvora invadió sus ventanas nasales durante un breve instante e inmediatamente se diluyó entre los densos vahos de incienso que inundaban el interior de la iglesia de San Teotonio de Valença.
...
Como ya se tiene comentado en algún otro lugar, el impredecible carácter de los habitantes de las Berlengas es una realidad que se pierde en una nebulosa de siglos inexplorados y que, lejos de responder a insulares circunstancias como la incomunicación o el apartamiento,  encuentra su justificación más apropiada en el mestizaje de las estirpes de pioneros marinos árabes, vikingos y romanos que se fueron asentando sucesivamente en las islas. Los corsarios moriscos así como europeos que la asolaron en tiempos algo más recientes no hicieron sino verter un tanto más de confusión en el pandemónium genético de unos berlengueses que ya, de propia naturaleza, habían resultado históricamente agrestes y cambiantes. La Isla de Saturno, como había tenido el capricho de bautizarla la Roma clásica, era y es un pedazo de tierra fértil y montañosa interpuesta a las nortadas que provoca el anticiclón de las Azores en su camino hacia las costas del norte de Lisboa. Un islote de composición geológica drásticamente diferenciada de la no lejana costa de Peniche, de la cual se ha mantenido durante toda su existencia a la aséptica distancia de seis millas náuticas. Trecho marítimo que no es insalvable en absoluto, pero sí lo suficientemente vasto y encrespado como para haber permitido al archipiélago mantener controlada la afluencia de turistas durante largos años de su historia contemporánea. No fue, de hecho, hasta finales de los años setenta del siglo pasado que, al ritmo marcado por la codicia de otros soleados territorios lusos, sucumbió sin remedio al pútrido encanto del ladrillo y la libra esterlina.
Pocos años antes de que eso sucediera vinieron a la isla y al mundo los mellizos José y Pedro Carboeira. Los vástagos de Nuno Moura, farero de Berlenga Mayor, y de María Carboeira tuvieron por costumbre, podríamos sostener que de manera innata y perenne, el no haber dejado nunca a nadie indiferente. Tales fueron las diferencias que existieron siempre entre ellos que con dificultad se podría argumentar no ya la existencia del vínculo fraternal que biológicamente existía entre ambos, sino meramente refrendar su pertenencia a una misma especie. Son, de hecho, los cinco testigos de aquel doble alumbramiento los únicos seres que se atreverían a jurar ante un tribunal que aquellas dos criaturas procedían de una misma matriz. La sangre sarracena que portaba José, el mayor desde el punto de vista legal, aparte de constituir una evidencia difícilmente refutable era consecuencia directa de la herencia genética recibida por y de su padre, con el que compartía la tez morena, el cabello crespo y terroso, la mirada de miel y una dentadura luminosa y desmedida. El aspecto físico de Pedro respondía, sin embargo, a conexiones atávicas un tanto más fortuitas e impensadas: el pelo rubio desvaído, los ojos de un azul pálido inédito en el cielo de la  isla, el mentón poderoso y unos dientes minúsculos y severamente separados, evocaban memorias ya perdidas en aquellas costas en torno a drakkars normandos sobre el horizonte de la ensenada. Todos recordaban que no había sido necesario el paso de muchas semanas desde su nacimiento para que María, la madre de ambos, advirtiera que algo no era del todo corriente en el segundo de sus hijos. Al principio, cuando todavía atraía demasiado la atención lo septentrional de su fisonomía, no se le dio demasiada importancia a su semblante rígido, demasiado impasible incluso para un lactante. Fue el paso del tiempo quién hizo que, sumados a aquel extraño entumecimiento facial, comenzaran a ponerse de manifiesto otros problemas un tanto más preocupantes en la vida cotidiana del pequeño. Llegado el momento de los primeros sólidos, por ejemplo, produjo profunda inquietud descubrir que Pedro  parecía no disfrutar de la comida. No se trataba de una simple inapetencia de los alimentos en sí, sino que, más bien, era el propio acto de comer, la mecánica de la masticación, lo que parecía resultarle terriblemente afanoso.
Con lógica preocupación de padres primerizos Nuno y María recurrieron a la ayuda médica. Consultado el licenciado D. Manuel Narváez, el más reputado doctor residente en el archipiélago, diagnosticó con un ligero carraspeo desde detrás de su gigantesco habano que no iba a ser fácil descubrir el origen de los extraños síntomas de su paciente. Arrastrado, sin embargo, por una puntillosa curiosidad profesional y tras varios meses de investigación y consultas a especialistas de la capital, acabó por presentarse un buen día en la casa anexa al faro para dar a la familia Carboeira una explicación clínica a la insólita tirantez facial del pequeño. Según aseveraban los informes enviados desde Lisboa, les anunció solemnemente con los pulgares introducidos en los bolsillos de su chaleco dorado, dos importantes nervios del cráneo de Pedro se veían afectados por una dolencia vagamente documentada y con un nombre que nadie supo retener en la memoria. La patología en cuestión resultaba ser extraordinariamente infrecuente y, por desgracia, hasta el momento no se le había encontrado remedio. No debían, trató de tranquilizar el doctor a la familia, angustiarse demasiado por la posible aparición de algún otro tipo de inconvenientes diferentes a los ya manifestados. Aunque, como era lógico,  debería hacerse un seguimiento rutinario de su evolución, no se veía ninguna otra zona neurológica afectada y por tanto, les aseguró, el niño disfrutaría con bastante seguridad de un desarrollo intelectual perfectamente ordinario. Digamos, resumió el doctor, que nadie había visto nunca sonreír a Pedro y nadie podría llegar a verlo jamás, pero por lo demás y de momento, podían estar todo lo alegres que la vida les permitiese estarlo.
De esta manera, si la disparidad en el aspecto físico de los muchachos había resultado extremadamente singular hasta entonces, una vez que se dibujaron los primeros trazos de su personalidad fue cuando comenzó a despuntar la más notable de sus desemejanzas. Pasaron breves años y en la casa se vio compensada la falta de expresividad de su mellizo con la explosiva elocuencia y el carácter insólitamente abierto de José. Una sonrisa perpetua y estridentes carcajadas anunciaban su presencia adonde quiera que fuese. Y allá adonde él iba, si se hacía un pequeño esfuerzo de atención, se podía ver al albino y diminuto Pedro, que callado e inexpresivo se escondía tras su figura. Siempre un tanto apartado y esquivo. A pesar de lo garantizado por el licenciado Narváez, su arisco comportamiento y sus problemas con el lenguaje oral hicieron suponer a todo el mundo un cierto grado de retraso intelectual. Era José el único que alcanzaba a comprender que la inteligencia de Pedro podía considerarse a la altura de la suya propia y que no era más que la constatación de ser distinto a los demás, así como la extraña manera en que pronunciaba las palabras, lo que lo había convertido en un muchacho retraído y algo huidizo. De una manera explicable sólo en este tipo de consanguinidades, José, como si estuviese en poder de la facultad de observar directamente en  la conciencia de su gemelo, nunca había necesitado del lenguaje gestual para comprender en cada momento lo que aquel sentía. No podía explicar con palabras como alcanzaba a saberlo, pero él era completamente feliz porque vivía en la tranquilidad de que Pedro, a su manera, también lo era.
Acababan los pequeños de estrenar la década cuando, un caluroso mes de junio,  se presentó en la isla el Padre Caetán con la determinación de resolver ciertas disputas económicas y morales que mantenía la iglesia con los entonces propietarios del Monasterio de la Misericordia. El majestuoso edificio de piedra, que había sido erigido en la edad media por la Orden de San Jerónimo con el propósito de ofrecer auxilio a la navegación, había sido puesto a la venta por el obispado no hacía muchos años y los actuales dueños, que con visionaria iniciativa regían un restaurante en la misma construcción, habían incumplido, según sostenía con vehemencia el propio Padre Caetán, una serie de cláusulas rígidamente establecidas por la iglesia en el contrato de compra-venta. Tras una delicada primera toma de contacto se pudo comprobar que la cuestión no iba a tener una solución inmediata, por lo que desde el obispado de Leiría se le ordenó buscar acomodo en la isla y no regresar hasta haber dejado el asunto resuelto y los dineros ingresados. De tal manera que, escapando de los banales hoteles levantados a raíz de la incipiente fiebre del turismo, y tras pedir consejo al párroco local, el sacerdote acabó por solicitar a Nuno Moura permiso para alojarse en uno de los pequeños apartamentos –así  los denominó- anexos al faro. La constante modernización de la ingeniería naval, que había permitido la automatización progresiva de las luminarias, había provocado también una radical reducción del personal necesario para mantener su funcionamiento. Como resultado de ello, de los edificios diseñados y construidos a mediados del siglo diecinueve para dar cobijo a los fareros de las Berlengas y sus familias, sólo los Carboeira hacían por entonces uso de uno de ellos. El resto de las viviendas se encontraban deshabitadas desde hacía más de un lustro. Como cabía esperar, el propósito del capellán no halló mayor oposición en la familia. Además de la pequeña cuantía pecuniaria que se había comprometido a aportar el páter como compensación a las molestias que pudiera causar, Nuno consideró, pese a no haber mostrado piadosa inclinación en toda su vida, que la presencia cercana de aquel maduro pero jovial sacerdote haría algo de bien a sus hijos.
Y no se equivocó en que los muchachos, ávidos de compañía a causa de la ausencia de juventud en los alrededores, conectaron de manera inmediata con aquel ocurrente ministro de Dios. La novedad de tener un inquilino forastero desbordó al principio su curiosidad inocente, incluso la del introvertido Pedro. Hay que reconocer, eso sí, cierto mérito en el páter, que siempre se esforzaba en caer bien a los niños y no olvidaba traer algún dulce o unas chocolatinas para ellos cuando volvía de sus zozobras legales en el pueblo. Era así que cada tarde, ambos bajaban a la cala donde descansaba sobre la arena la barca de madera que les había regalado su padre y sobre la que les había dejado pintar sus propios nombres. Allí se sentaban y aguardaban hasta ver aparecer por el sendero que lindaba con la playa la pintoresca imagen del párroco mientras regresaba del pueblo montado con su incómoda sotana en la moderna bicicleta que había alquilado. El padre Caetán aparecía sonriendo bobamente, los saludaba con grandes aspavientos mientras soltaba ambas manos del manillar y ponía cara de susto fingiendo que perdía el control. José se desternillaba. A Pedro, con el rostro impávido, le brillaban los ojos y retorcía el cuerpo con su extraña manera de reír. -¿Tu hermano no se ríe?- fingía enfado el párroco. –Ya sabes, No puede.-  Explicaba José. Y entonces el cura miraba a Pedro y le guiñaba un ojo. -¿No quieres sonreír, eh? ¡Eres un caballero excesivamente formal!  Tendremos que seguir haciendo payasadas hasta que lo consigamos.- Y apoyando la bicicleta sobre la barca, se sentaba al lado de los chicos y comenzaba a  contarles un chiste que nunca era el mismo que el del día anterior. Con frecuencia, si el tiempo acompañaba y el padre de los muchachos les daba el visto bueno, el bueno del cura ayudaba a los niños a introducir la barca en el agua y los tres hacían tiempo hasta la cena pescando en las frías aguas de la ensenada.
Debió ser por aquellos días, José no era capaz de precisarlo con exactitud, cuando la enfermedad de Pedro se agravó repentinamente. Una mañana, de manera súbita y sin otra manifestación aparente, se encontraron con que había dejado de hablar. Consiguieron, al principio, que contestase con leves movimientos de cabeza a las preguntas que le hacían. De esa manera pudieron saber que no sufría ningún tipo de dolor o sufrimiento físico. Simplemente había perdido la capacidad de expresarse verbalmente. José lo miraba  y se daba cuenta de que no se trataba sólo de eso. Su hermano había dejado de ser transparente para él. De la noche a la mañana había perdido la capacidad de intuir sus sentimientos. El Doctor Narváez, que fue avisado con urgencia, lo observó minuciosamente, palpó su cabeza y su nuca, examinó sus pupilas con detenimiento, y finalmente, con gesto preocupado, trató de hacerles entender que, a pesar de lo que les había asegurado en ocasiones anteriores, era infrecuente pero no imposible que una deficiencia neurológica focal como la que sufría el niño pudiese extenderse a otra zona del cerebro y derivar en problemas en el habla, la visión o la audición. Debían ser pacientes y estar vigilantes durante algún tiempo para ver la evolución de los síntomas y comprobar si se producía algún tipo de recuperación o si, por el contrario, alguna otra facultad se veía afectada. Insistió en que cualquier tipo de variación debía serle comunicada con carácter inmediato. En casa se decidió hacer turnos de manera que no quedase nunca desacompañado, y el padre Caetán se ofreció a hacerse cargo de él durante un par de horas por las mañanas, mientras José asistía a la escuela, de tal manera que los mayores pudieran dedicarse a sus tareas. Él, un hombre erudito, podía además aprovechar ese tiempo para explicarle las materias que estaban trabajando en la escuela y que, de esa manera, no perdiera más el ritmo de la clase. Aunque no podía hablar era evidente que sí podía oír y también prestar atención. Pero los días fueron transcurriendo, y todos se dieron cuenta de que la mejoría no llegaba y el muchacho se iba consumiendo a los pocos. José animó al Padre a sacarlo de casa. Hagamos algo.-le dijo. –Vayamos a pescar como hacíamos antes. Creo que no es más que tristeza.
La ventisca que en volandas se acercaba aquella tarde desde más allá del horizonte no la habían previsto ni los más experimentados marinos de la isla. La tarde se anunciaba tranquila cuando los dos gemelos y el párroco subieron las cañas y el resto de los aparejos a la barca de madera y la arrastraron con esfuerzo hacia las aguas de la ensenada. Nada hacía prever que aquel mar tranquilo y cristalino que mecía suavemente la pequeña embarcación pudiese llegar a convertirse de manera tan brusca y en tan breve espacio de tiempo en un abismo. Haciendo turnos, avanzaron remando despreocupadamente durante los pocos minutos que les llevó alcanzar el pecio en el que siempre habían probado suerte. El Padre Caetán y José de manera completamente consciente olvidaron los señuelos que habían echado al fondo del mar en el mismo momento en que se recostaron y comenzaron a rememorar viejos chistes que no mucho tiempo atrás habían hecho retorcerse de risa a Pedro. Pero era evidente que la mente del silencioso gemelo no estaba allí. Fue un duro y amargo latigazo de salitre en la garganta lo que anunció a José que algo gordo se avecinaba. Amarrándose a los bordes de la barca, consiguió incorporarse con dificultad y un ventarrón frío le golpeó la cara cortándole súbitamente la respiración. La lobreguez y desmesura que había adquirido el océano en tan poco tiempo le produjo escalofríos. La barca se balanceaba sin control. José, sin poder oír su propia voz, gritó al Padre que debían regresar inmediatamente. Éste, sin conseguir entender nada de lo que decía, trataba nerviosamente de recoger los aparejos del mar mientras José, estirado sobre la proa, se afanaba en elevar el rizón del fondo del océano. Hizo gestos a su hermano para que cogiese los remos y se preparase para bogar. Pedro por un momento pareció entender lo que se le decía y asió los maderos con fuerza. José levanto la cabeza y sonrió levemente al ver que su hermano le había entendido. Entonces un relámpago crispó el cielo y lo dejó ciego durante unos instantes.  Cuando recuperó la vista adivinó la figura de su hermano de pié sobre la barca y desesperado le gritó que se sentara. Pero no le hizo caso. Miraba al cielo con los ojos enrojecidos y respirando profundamente por la nariz. En su rostro le pareció intuir una insólita sonrisa. Entonces fijó sus inexpresivos ojos en los suyos durante un tiempo que no supo determinar e inmediatamente giró la cabeza para dejarlos caer sobre los del sacerdote. Repentinamente, José, comprendió lo que iba a suceder. Se incorporó de un brinco e intentó evitarlo, pero cuando consiguió levantarse y estirar los brazos hacia él, su hermano ya se había arrojado al agua de un salto desapareciendo instantáneamente entre la densa negrura de la marejada. Un trueno sobre sus cabezas desgarró en ese momento sus tímpanos.... José gritó con todas sus fuerzas el nombre de su hermano. Sus desgarrados lamentos sonaron una y otra vez entre la densa lluvia que caía sobre sus caras fundiéndose con las gruesas lágrimas que surgían desde la desesperación más profunda.
 
Habían pasado más de veinte años y, sin embargo, cuando lo vio a través de la malla del confesionario no tardó más de un par de segundos en darse cuenta de quién era. Intentó disimular el sobresalto que le causó su presencia y, simulando no haberlo reconocido, tartamudeó los latines con los que habitualmente invitaba a la confesión.  Pero del otro lado no le llegó más que un gélido silencio. No había nada que confesar desde aquel extremo. La quietud consumió sus nervios durante un par de minutos. Entonces pensó que quizás lo único que esperaba era que hablase él. Dudó un instante pero finalmente decidió abrir la boca.
Hace tiempo- dijo. -mucho tiempo...- Su voz sonó trémula en los ecos de la capilla. –Son demasiados años ya los que han pasado… Yo ya no soy más que un viejo ahora... Un viejo consumido y agotado… Tú, sin embargo, estás igual que siempre… Un hombre ya, pero igual que siempre…  Del otro lado seguía sin llegar más que la temblorosa resonancia de sus propias palabras. – Entiendo por qué has venido… Imagino que habrás leído… Si, habrás leído… La iglesia no debió nunca meterse en política... Tú sabes que la prensa miente… van a por nosotros… -no conseguía enlazar adecuadamente las frases- Somos un blanco apetecible ahora… No es más que una campaña… Contra la iglesia… Contra todos nosotros… No debes creerles… Tú sabes que yo nunca haría nada…  Lo sabes…  Sabes que yo no sería capaz de hacerle daño a nadie… - Dejó de hablar durante unos segundos en los que juntó las manos y, acercando la frente contra ellas, pareció que iba a comenzar a rezar.- Yo no toqué a esos niños… Yo nunca he… -Interrumpió la frase sin levantar la cabeza y tragó saliva-  …Fue su enfermedad lo que lo enloqueció… yo no tuve nada que ver... Tú lo sabes… Lo sabes de sobra... Es verdad que lo sabes… fuimos buenos amigos entonces… ¿Recuerdas? ¿No recuerdas? Éramos buenos amigos…  fueron grandes tiempos aquellos... pasamos buenos momentos en la isla… ¿Recuerdas lo mucho que reíamos?- Entonces el sacerdote levantó la vista y buscó con esfuerzo su rostro en la penumbra. Mantuvo así la mirada, mudo, durante unos segundos que se le antojaron perpetuos. Y por más que se lo suplicó en silencio, José no quiso sonreír.





El síndrome de Moebius, también conocido como Secuencia de Moebius, ó Diplejia Facial Congénita, fue descrito a finales del siglo XIX por el médico alemán Paul Julius Moebius y consiste en la parálisis congénita, desde el nacimiento, de los músculos inervados por los nervios craneales VII (Facial) y VI (Oculomotor externo ó Abducens). En algunos casos, además de los nervios VII y VI, pueden verse afectados otros nervios craneales, siendo en estos casos los mas frecuentemente afectados los nervios hipogloso (XII), vago (X), estato-acústico (VIII) y glosofaríngeo (IX). Los pacientes con s. Moebius también pueden presentar malformaciones músculoesqueléticas como pies zambos (contractura congénita de pies), oligodactilia (Falta de desarrollo ó ausencia completa de dedos de manos y/ó pies), e hipoplasia del músculo pectoral mayor (anomalía de Poland).

La prevalencia del síndrome de Moebius en España, según el estudio realizado en el Hospital La Fe de Valencia, se sitúa en 1/500.000 habitantes, y la incidencia anual estaría en 1/115.000 nacidos vivos, por lo que se puede calcular que en España nacen cada año 3 ó 4 niños con síndrome de Moebius y podrían existir alrededor de un total de 200-220 personas con s. Moebius en toda España. Estas cifras hacen que el s. Moebius entre dentro de la categoría de las llamadas enfermedades raras ó poco frecuentes, un área que las autoridades sanitarias de la Comunidad Europea han considerado que precisa atención preferente. 
 


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